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Las mujeres, sus familias, los Estados y la ONU

Enrique Gil Calvo

Una conocida feminista y amiga sostiene la malvada hipótesis de que, una vez convertidos los varones al más cínico escepticismo posmosderno, ya sólo las mujeres conservan intacta su fe voluntarista en el ineluctable progreso de la modernidad ilustrada. En efecto, ya sea con etiquetas feministas o sin ellas, lo cierto es que la mayoría de las mujeres occidentales abrigan la creencia de que por fin los tiempos están cambiando para ellas, y que el futuro progreso de las mujeres es cada vez más una prometedora esperanza cierta. Naturalmente, este optimismo histórico varía de una coyuntura a otra, pues, por ejemplo, la reciente crisis económica ha hecho flaquear conquistas laborales que parecían seguras. Pero también se producen otros acontecimientos que hacen redoblar la fe en el progreso cuando más dudosa parecía: y aquí me refiero, claro está, al inesperado resultado feliz que parece haber obtenido la IV Conferencia Mundial de la Mujer, celebrada en Pekín bajo los auspicios de la ONU. Para general sorpresa, se han vencido temidas resistencias vaticanas o islámicas y se han logrado fructíferos consensos en torno a diversos derechos femeninos. ¿Quiere esto decir que el progreso de la igualdad de las mujeres ya está cada vez más próximo?Ojalá sea así. Pero, por si acaso no lo es, puede resultar conveniente hacer de abogado del diablo, alertando sobre los formidables obstáculos que podrían imposibilitarlo. Y quizá uno de los riesgos más serios de fracaso proceda precisamente de un exceso de optimismo histórico que, como en el caso de la revolución proletaria prometida por el marxismo, actúe de profecía que se anula a sí misma, denegando el cumplimiento de esta revolución femenina tan precozmente anunciada. No se puede vender la piel del oso machista antes de haberlo cazado. Las feministas más ingenuas o modernas creen en el progreso automático, como si el viento de la historia tuviese que soplar a su favor. Pero se trata de un error de cálculo que pudiera resultar trágico: ¿no se dan cuenta que sólo podrán emanciparse superando vientos contrarios, entre los que destaca el adverso vendaval que supone su propio y contraproducente optimismo histórico? Es preciso ser realistas y reconocer que la historia probablemente jugará en contra, por lo que será preciso luchar contra ella si es que se quiere llegar a vencerla.

Se ha dicho que, al paso actual, bastaría con esperar 400 años (una milésima parte de la historia humana) para que la igualdad femenina se completase por todo el planeta (Tercer Mundo incluido): y se confía en que, forzando el paso con intervenciones políticas como las diseñadas en Pekín, ese lapso se acorte mucho.

Pues bien, hay que recordar que la historia no está escrita y que no juega a favor de nadie (mujeres ni proletarios), por lo que no es seguro que semejante horizonte de igualdad se alcance ni siquiera en 500 años. Pero además, y esto parece mucho más importante, ese cálculo se ha hecho suponiendo que ese horizonte de igualdad prometido por el progreso histórico ya. estaría anunciado por el presente igualitario de las mujeres occidentales, como si todas las demás estuviesen también predestinadas a recorrer la misma senda trazada por las ya emancipadas. Ahora bien, esto no parece probable: la senda recorrida por las mujeres escandinavas o anglosajonas es contingente, singular e irrepetible, por lo que no podrá ser exportada más que forzadamente y a costa de generar efectos colaterales, muchos de ellos contraproducentes o perversos. Así, este ingenuo etnocentrismo de las mujeres occidentales sólo crea, vía efecto demostración, falsas expectativas de cambio femenino en el Tercer Mundo que, al frustrarse, provocan resentimiento, conciencia de injusticia y agravios comparativos.

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En fin, lo peor de este optimismo progresista reforzado por la Conferencia de Pekín es que tiende a olvidar que existe la estructura social, con su inerte capacidad de veto sobre cualquier bienintencionado voluntarismo. Como sostiene un famoso liberal, no se cambia la sociedad por decreto. No basta con proclamar los derechos de las mujeres y exigir su reconocimiento universal, pues para que se cumplan efectivamente hace falta, además, la profunda transformación de las estructuras sociales: políticas, económicas, familiares y culturales. No se puede poner la carreta delante de los bueyes esperando que tire sola de ellos. Lo cual no significa relegar la voluntad política de cambio femenino a un mero papel secundario, hecho sólo posible por el motor del desarrollo socioeconómico. Creo que la voluntad política cuenta mucho: y no sólo por su impacto en la opinión pública, como anuncio de la meta que se lucha por conquistar, sino además por ser ingrediente necesario para la gestación del cambio social. Per o reconocer la importancia estratégica del voluntarismo político no debe hacernos olvidar la ciega, sorda y muda capacidad de resistencia que le opone la geología infraestructural: los derechos promulgados poco pueden contra la dura testarudez de los hechos sociales. De ahí mi escepticismo.

Consideremos el modelo etnocéntrico de emancipación femenina occidental, que pretendemos exportar a todo el mundo, y prescindamos por un momento de sus connotaciones religiosas o culturales. ¿Fue producto premeditado del voluntarismo o advino como consecuencia no querida del cambio social? Es preciso reconocer que el actual progreso femenino europeo exigió como condición necesaria y quizá suficiente un previo cambio familiar que se produjo al compás de la construcción del Estado del bienestar. Sólo cuando las familias pudieron transferir al Estado sus responsabilidades sobre los menores y los ancianos (enseñanza, sanidad, pensiones, etcétera) resultó posible que las mujeres abandonaran los hogares y se dedicasen a su propia autorrealización personal (académica, laboral o profesional). Por eso, como se desprende de Esping-Andersen, existen tres modelos de Estado del bienestar (anglosajón, ca-

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Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

Las mujeres, sus familias, los Estados y la ONU

Viene de la página anteriortólico y luterano) en función del grado de independencia personal que se otorga a las mujeres respecto a sus familias y respecto al Estado. Y por eso es en la familista Europa católica donde el cambio femenino ha sido más pobre y tardío, con baja tasa de actividad económica y fuerte dependencia personal, tanto de la familia como del Estado benefactor.

¿Puede esperarse, entonces, que este modelo occidental de cambio femenino sea exportable al resto del mundo? Para ello sería necesario que se exportase antes el modelo europeo del Estado del bienestar. Pero eso parece hoy cada vez más difícilmente realizable: y no sólo por las dificultades que experimentan los países en desarrollo para competir en unos mercados internacionales mundializados que les obligan a practicar el dumping social (bajos salarios y baja protección social), sino porque el propio modelo a exportar de Estado benefactor europeo se halla en crisis (a causa de su déficit presupuestario que impide financiarlo sin estrangular el crecimiento), y su futuro desarrollo parece cada vez más incierto y difícilmente sostenible.

Es más, como ha probado Esping-Andersen, la crisis del Estado benefactor está haciendo que se transforme. en una suerte de gueto laboral reservado a las mujeres (lo que yo llamo el Estado-marido), forzadas a aceptar menor salario a cambio de seguridad laboral. Por lo tanto, incluso en su sede de origen parece que la senda europea de emancipación femenina está entrando en un callejón sin salida. ¿Puede esperarse que sea exportada en semejantes condiciones al Tercer Mundo? Pero entonces, ¿tenemos derecho a ser tan optimistas respecto al futuro progreso de las mujeres?

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