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Reproducción y diversidad

La compleja cuestión de la reproducción y la natalidad ha absorbido una parte importante de las discusiones y controversias de la Conferencia Mundial de la Mujer que acaba de finalizar en Pekín. No constituyó su tema central y, además, ya había sido discutido y analizado en la Conferencia Mundial de la Población de El Cairo, el pasado otoño. A pesar de ello, la multiplicidad de opiniones y lo encontrado de las posiciones lo han convertido en uno de los puntos estrella.Y es que el crecimiento de la población se relaciona con la mayoría de los problemas graves que hoy tiene planteados el planeta. Para empezar su propia continuidad: ¿qué cantidad de personas es capaz de soportar? No sólo se trata de la cantidad de alimentos necesarios para esta población creciente; tanto o más importante resulta la contaminación que los humanos estamos ejerciendo sobre la tierra, los mares y el aire. Según las últimas investigaciones, el sobrecalentamiento de la tierra está relacionado directamente con la acción del hombre. Por una parte, la emisión de bióxidos; por otra, la destrucción de los pulmones naturales. Finalmente, englobándolo todo, el consumismo desaforado de los países desarrollados. ¿Cuáles son los límites? Algunos parecen ya superados.

Una segunda cuestión, no menos importante, que el equilibrio ecológico, es el equilibrio social y económico. Una parte del mundo tiene o explota la mayoría de la riqueza existente, mientras que en el resto los problemas de desnutrición y pobreza son cada vez más acuciantes. Para desarrollarse, los países europeos o los de América del Norte contaron con unos mercados que, por una parte, les proporcionaron materias primas y, por otra, les aseguraron la demanda para sus productos manufacturados, y, finalmente, cuando ello fue necesario, supusieron una válvula de escape para la presión demográfica mediante la emigración. ¿Dónde están hoy estos mercados para el Tercer Mundo? Su única posibilidad es la venta de una mano de obra barata (superexplotación) y la esperanza (¿ilusoria?) de poder algún día dirigir su propia producción y determinar o influir en la determinación de las relaciones de intercambio.

En tercer lugar, el crecimiento demográfico en los países en desarrollo es mucho mayor de lo que jamás lo fue en Europa o en América del Norte: han importado unos fármacos que les permiten una esperanza de vida cada vez más elevada, pero su propio desarrollo económico y cultural no ha ejercido presión a la baja sobre la natalidad. Con unas economías basadas en la agricultura -en las que el número de hijos se considera una inversión porque puede aportar a la familia más entradas que gastos y constituye la única fuente de seguridad ante la vejez-, con dificultades cada vez mayores para emigrar a países desarrollados, estos países ven aumentar su población más allá de lo soportable, incluso teniendo en cuenta el bajísimo consumo que les caracteriza. La sostenibilidad del planeta exige una reducción del crecimiento de sus poblaciones. Como el desarrollo y la cultura no han llegado a ellos, la decisión se les impone. Todo el mundo está de acuerdo que el desarrollo y la instrucción es el mejor anticonceptivo, pero sus efectos son tan lentos que entre tanto se promueven las esterilizaciones, y, a veces, se fuerzan.

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Por su parte, en los países del llamado Primer Mundo -que incluye también el cuarto mundo, sumergido en las bolsas de pobreza de las grandes ciudades- la reducción de la natalidad ha provocado un envejecimiento de la población sin precedentes. Ello no es óbice, sin embargo, para que el paro se haya extendido, afectando sobre todo a los más jóvenes y, especialmente, a las mujeres. La crisis económica y la del Estado de bienestar son seguramente las causas más importantes de la situación actual. ¿Cómo decidirse a tener hijos -y sobre todo a tener bastantes- cuando el trabajo es precario, la vivienda un bien de lujo y los hijos una inversión millonaria?

A la situación brevemente planteada añádase la cuestión ideológica y religiosa. El resultado es la controversia a la que se ha asistido en la conferencia -y en el foro alternativo- cuando se plantearon los temas relacionados con la familia y la reproducción. La Conferencia de Pekín, además de ser foro de discusión y difusión de los problemas que hoy afectan a las mujeres (es decir, a la mitad de la población mundial), ha servido también para mostrar cuán complejos son los problemas y cuán diversas las circunstancias de los grupos sociales y de los países, y para poner una vez más de manifiesto que sólo podrán encontrarse soluciones moralmente aceptables si el esfuerzo de todos pasa por la aceptación de esta diversidad, respetando la libertad y consiguiendo corregir las desigualdades; empezando por fomentar el desarrollo de los pueblos más pobres y ampliando las oportunidades de los colectivos menos favorecidos, especialmente el de las mujeres.

Anna Alabart Vilà es profesora de Sociología de la Universidad de Barcelona.

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