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PERSONAJES DEL CINE ESPAÑOL

"Mi moral es la moral libertaria de los cómicos"

Andrés Fernández Rubio

Fernando Fernán-Gómez, de 73 años, está ya considerado como parte insustituible del cine y el teatro españoles. Cómico extraordinario -que reflexiona con amargura sobre la tragedia íntima del actor, que sabe que nunca podrá ser otra persona- y creador de espectáculos como actor, director y escritor, acaba de publicar sus artículos cinematográficos, Desde la última fila, cien años de cine (Espasa-Calpe), y la Filmoteca Española programa las películas por él dirigidas.En su casa, a las afueras de Madrid, Fernando Fernán-Gómez tiene un jardín muy grande con un huerto que cultiva Emma Cohen. Entre los árboles, sauces, higueras, cipreses y madroños, Fernán-Gómez se mueve con un aplomo de patriarca. El pelo y la barba, que del rojo han pasado a un rubio canoso, acentúan su aspecto de rey del bosque.

Fernán-Gómez cuenta en uno de los artículos del libro que, muy al principio de su carrera, se encontraba rodando una escena en exteriores y unas niñas de un colegio que pasaban por allí comenzaron a tirarles piedras. "La profesión de actor se consideraba marginal y también, por qué no decirlo, despreciable", explica el director de una de las películas más conmovedoras sobre el mundo de los actores, El viaje a ninguna parte. "En los últimos cuarenta o cincuenta años ha habido una evolución en esto. No es que se estime o admire más a los actores -cualquier actor que haya viajado por Europa o América sabe que España es uno de los países en que el público manifiesta menos su amor y su admiración a los actores-. Lo que sí ha cedido últimamente es, desde un aspecto moral y ético, eso de considerarlos como unos proscritos. Y la explicación es clarísima: desde el invento de la píldora, los anovulatorios y el doctor Fleming casi suprimiendo la sífilis, las niñas de la buena, media y baja sociedad llevan el mismo estilo de vida que han llevado durante toda su vida los actores".

Hijo de actriz, intérprete de más de 130 películas, director de 21, autor para el teatro de Las bicicletas son para el verano y de novelas como El ascensor de los borrachos, la versatilidad de Fernando Fernán-Gómez es impulsada por una ética: la de los cómicos. "He tenido la suerte de nacer en un medio con una moral libertaria que coincide con la que luego, cuando he madurado, es la mía", señala. "Y ha sido siempre tan libertario el estilo de vida de los cómicos que incluso se ha admitido a gente que tenía una moral muy rígida: una familia, un matrimonio, unos hijos, y que también parecían normales dentro de la compañía. Dieciséis o 17 personas que casi todas vivían de manera libertaria, casi todas practicaban el amor libre. Pero solía haber un matrimonio estable, como solía haber unos homosexuales con una relación permanente".

Con escepticismo, apoyándose en su impresionante voz, Fernán-Gómez proclama: "A mí no me gusta actuar en el teatro". A mí me gusta mucho mi trabajo de actor en su pureza, en cuanto que una persona intenta ser otra persona", añade. "Pero el hecho de que me estén viendo mientras estoy haciendo este ejercicio no me gusta. Yo prefiero trabajar en el cine, donde si en un momento considero que me ha salido mal puedo interrumpirme. Esto en el teatro no es posible, tiene ese lado del deporte de 'a ver si se equivoca, a ver si se cae, a ver si lo hace mejor o peor que ayer' que a mí no me gusta. Y tampoco la presencia del espectador. Como lo paso mejor es cuando estoy ensayando a solas; es cuando noto que ejerzo y gozo más mi oficio".

Uno de los mejores capítulos del libro titulado La vanidad del actor, recoge una frase del que fue director del teatro parisiense La Madeleine, André Berneheim: "El elogio sin medida le es necesario al actor. Menos por vanidad que por la ineludible necesidad de ser tranquilizado, de recuperar la calma". Fernán-Gómez reflexiona al hilo de esas palabras: "Es la seguridad que tiene el actor de que su oficio es imposible; o sea, no puede ser que un señor se transforme en otro señor. Hay una convención establecida entre el público y él de que esto es hasta cierto punto posible, pero él sabe que es imposible. Esto le produce una descarga psicológica muy fuerte. En ese momento el actor, si es una representación y un personaje importantes, está siempre sufriendo un trauma".

Y Fernán-Gómez cuenta que en la jerga teatral toda la vida se ha dicho que había actores huidos, que eran muy buenos pero que en un momento determinado les entraba un miedo al que casi no sabían sobreponerse. "Y no podían actuar en el teatro si no estaban agarrados a un mueble, o al brazo de otro actor, porque tenían ese miedo no sólo a la pérdida dé la memoria, que también produce bastante terror en el escenario, sino el temor de que se descubriera que lo que estaban haciendo era, imposible".

Por todo lo anterior, aunque algunas de sus actuaciones sobre los escenarios sean legendarias, y aunque se manifieste en su trabajo como director y actor de cine una profunda textura teatral, Fernán-Gómez no echa de menos las tablas y no se queja de que sobre ellas caiga el polvo. "Me encuentro muy feliz actuando en el, cine cuando creo que me ha salido bien", afirma. "Y en el cine no se siente para nada la complicidad con el espectador. En el cine el público no existe".

El pánico a las manifestaciones de los críticos, de los espectadores, el miedo escénico, ¿alguna vez se transformó en complicidad ritual? "Ahora me doy cuenta", recuerda Fernán-Gómez, "de que en un espectáculo que yo he hecho, sólo en uno, que se titulaba Recital de otoño, una selección de 20 o 25 composiciones poéticas, sólo una vez de las seis o siete veces que lo he hecho, en Barcelona hace como tres años, sólo esa vez y en algunos momentos de ese recital, he notado yo que se diera esa especie de fusión mágica entre el texto, el intérprete y los espectadores. Ése es el momento de mi carrera más logrado, más cuajado, más intenso, y lo he conseguido a una edad como de 71 años, cuándo se cumplían más de cincuenta de mi trabajo de actor".

Una escuela de teatro

En cuanto al método, cuando tenía 15 o 16 años, coincidiendo con la guerra civil, que Fernán-Gómez pasó en el Madrid cercado, el actor acudió a una escuela de teatro. "Aquellas clases teóricas que daba Valentín de Pedro a mí me convencieron", cuenta, "y desde entonces siempre he procurado actuar con arreglo a lo que creía que era el método Stanislavski, la interpretación de dentro afuera. He querido siempre que el personaje entrase dentro de mí, y luego conseguir una especie de abandono en la que este personaje, una vez interiorizado, se expresase por sí solo. Añadiéndole un ente que yo mismo denominaba el corrector, el vigilante, que tenía la última palabra al decir: 'Bien, esto te ha salido espontáneamente', 'no puede ser' o 'sí puede ser".Y Fernán-Gómez termina con un alegato indirecto a favor de los cómicos y de la gente de su oficio. "La idea que tengo yo de los profesionales españoles, no del cine ni del teatro, sino de cualquier profesión, es muy Pobre", dice. "En España, en términos generales, no- sólo funcionan mal los que mandan, sino también los que obedecen. No me parece que éste sea un país que brille por la gran maestría de sus obreros, especialistas y profesionales universitarios. Y creo que los profesionales del cine no están de ninguna manera peor capacitados que los del resto de España. El espectáculo que está dando actualmente la cúpula del país es realmente vergonzoso".

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