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Lento adiós al mito racial

La intervención militar de la OTAN en Bosnia-Herzegovina tiene varias virtudes además de la de enfadar a quienes apostaban por una concluyente victoria de los verdugos sobre las víctimas. La primera es la de poner fin a la convicción de impunidad que dominaba a las fuerzas de Radovan Karadzic. Nada más refrescante para la ley que saber que su vigencia y defensa no dependen del capricho del delincuente. La segunda ha sido la de restaurar la unidad de acción de la OTAN. Es gratificante para cualquier demócrata comprobar la insólita unidad de criterios que se manifiesta entre los miembros de la Alianza Atlántica.Que estén por fin de acuerdo el ministro de Defensa británico Michael Portillo, el canciller alemán Helmut Kohl, Bill Clinton y el presidente francés -que sólo horas antes había propuesto la majadería de desmilitarizar Sarajevo- es vital para la seguridad europea. Sólo cabe esperar que la unidad se mantenga cuando los costes de la operación vayan más allá que la pérdida de un caza-bombardero Mirage. Puede suceder pronto.

Pero además, tres días después de iniciarse, la operación ya obtiene resultados políticos relevantes. El más espectacular se puede medir allá donde hay que buscar las causas principales de esta guerra, en Belgrado. Mientras aviones de la OTAN, ante todo norteamericanos, bombardeaban en continuas oleadas a las fuerzas de Radovan Karadzic en Bosnia, el presidente de Serbia, Slobodan Milosevic, conversaba sin mayores problemas de trato con el representante de quienes atacaban a sus supuestos protegidos, el diplomático norteamericano Richard Holbrooke. Tanto el miércoles como ayer. El diario Politika, portavoz de Milosevic, ya ni habla de la unidad entre los serbios. "Imprescindible la reanudación del diálogo entre Serbia y América", titulaba el jueves.

Así las cosas, ironiza un amigo belgradense, el aún líder de los serbios de Bosnia, Karadzic, puede comenzar a hacer apuestás sobre su futuro. Puede aparecer muerto flotando en el río Drina o en su cama; puede huir a algún país recóndito con el botín de guerra que ha robado a sus víctimas, y a sus cómplices, o acostarse una noche en Pale o Belgrado y amanecer en La Haya en prisión y a disposición del Tribunal de Crímenes de Guerra de la ONU. Con remite de su antiguo jefe y mentor, Slobo. Esto último es, por desgracia, improbable, porque podría detallar el protagonismo de Milosevic en el diseño de la estrategia del crimen en esta guerra.

Milosevic asume el mando de la parte serbia en las negociaciones de paz. Y éstas comienzan la semana próxima en Ginebra. Y ya sin bromas. Washington ha impuesto la negociación con quien realmente manda y marginado a los matarifes con que se afanaban por hablar los mediadores europeos. Difícil se le pondrá a Karadzic el entorpecer el acuerdo de paz que Belgrado necesita. Porque la presión militar de la OTAN sobre los serbios bosnios puede generar una oposición contra Milosevic si éste no consigue rápidamente suavizar las sanciones contra Serbia.

Cuando los serbios de la Krajina, movidos por Milosevic a levantarse en armas contra Croacia en 1991, fueron arrollados por el Ejército croata hace un mes, apenas se concentraron unos miles de personas en la capital serbia para protestar por la suerte de sus hermanos. El ataque de la OTAN no ha tenido siquiera ese eco mínimo. Y ya hacen cola ante la legación de Croacia en Belgrado los primeros serbios de Krajina que quieren volver a sus hogares bajo soberanía croata. El sueño demencial de la comunión histórica de raza y religión se desmorona allá donde fue activado años antes del comienzo de la guerra. Quedan los muertos, el odio y el resentimiento de los vivos estafados.

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