'Mascletà' del verano
De todas las bombas que han estallado este verano, y de las que todavía lo harán en lo que resta de estación -Hirochirac puede apretar el botón de su maletín nuclear en cualquier momento-, las enviadas por la OTAN a los serbios son las unicas justificables para un demócrata. Autores de los más horribles crímenes masivos cometidos a cielo abierto en Europa desde el final de la II Guerra Mundial, las milicias fascistas de Karadzíc y MIadic se lo habían ganado a pulso. Dios sabe que, en contra de la opinión de mucha gente nada sospechosa de belicismo, la OTAN se había hecho rogar. Ni los fusilamientos de hombres, violaciones de mujeres, destripamientos de niños y expulsión de ancianos de la toma de Srebrenica y Zepa habían logrado sacar a los dirigentes occidentales de su timorato sopor. Pero la matanza del otro día en el mercado de Sarajevo fue algo que ni nuestros encallecidos líderes pudieron soportar.Las bombas lanzadas por los aviones de la OTAN obedecían a una buena causa -pararles los pies a los más brutales activistas de la pureza étnica del Viejo Continente- y tenían el visto bueno de la comunidad internacional, o al menos, de la parte de ella que se reclama de la convivencia pacífica de gentes de distinta raza, lengua, religión y opinión política en un marco de libertad y respeto a los derechos humanos. Es duro tener que aceptar que la defensa de esos valores obliga a veces a recurrir a la violencia, así que tampoco se trata de alborozarse por el castigo sufrido por los serbios. La diferencia entre un demócrata obligado a emplear los puños y un fascista que está deseando usarlos es que el primero no se relame viendo la sangre de su enemigo mientras que el segundo disfruta ante el espectáculo del dolor y la muerte ajenos.
A los serbios se les ha aplicado el coscorrón que Voltaire decía que había que emplear contra los intolerantes, y ya se sabe que cuando uno propina un coscorrón también sufre en los nudillos propios. El campo de los demócratas ha tenido que pagar un elevado precio en sangre por recordarles a los serbios uno de los criterios más elementales de la vida civilízada: que no se disparan proyectiles contra gente que va a hacer sus compras al mercado.
Pero las bombas lanzadas por la OTAN no han sido, ni mucho menos, las únicas del verano. Diversos lugares del planeta han sido sacudidos por una traca activada por grupos, movimientos o países que comparten el entusiasmo por el empleo de la violencia al servicio de causas de reforzamiento reaccionario de viejas identidades étnicas, nacionales o religiosas. La granada lanzada contra el mercado de Sarajevo fue una fechoría de los partidarios de una Gran Serbia étnicamente pura. El artefacto que reventó un autobús de línea en Jerusalén fue obra de los integristas de Hamás, que sueñan con convertir la Ciudad Santa en la capital de una república islámica. El argelino Grupo Islámico Armado es el principal sospechoso de la colocación de petardos asesinos en París. Un comando etarra embriagado, de milenarismo vasco atentó contra una casa cuartel en La Rioja. Y la bomba atómica ensayada por China y los misiles disparados contra las cercanías de Taiwan respondían a la voluntad de enseñar los dientes de una nomenklatura posmaoísta cada día más encerrada en posiciones ultranacionalistas.
La mascletá del verano va a terminar con la explosión en Mururoa del mamotreto nuclear de Hirochirac. Es particularmente lamentable que un país miembro de la Unión Europea haga esa exhibición de chovinismo a expensas del ya muy enfermo medio ambiente del Pacífico y de todo el planeta, y de la actitud de diálogo en que debe sustentarse la convivencia universal en el siglo XXI. Quizá ello agudice esa rabia con la que un potente movimiento internacionalista se ha levantado contra la chulería del presidente francés. Los pecados de los amigos y los familiares son los que más duelen.
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