ETA, Sendero y el terrorismo de Estado
El hecho es ahora insoslayable : entre 1983 y 1987, exasperados por los santuarios que ofrecía Francia a los terroristas de la ETA, elevados escalones del Estado español procedieron a asesinar, secuestrar y dinamitar locales allende la frontera, sirviéndose para ello de policías en activo o de malhechores profesionales contratados. Entre las víctimas -veintisiete muertos- cayeron muchos miembros de la organización terrorista pero también buen número de inocentes que murieron o resultaron heridos por equivocación. Las operaciones sirvieron de coartada a funcionarios vinculados a la seguridad para distraer en su provecho sumas importantes de los fondos reservados para la lucha antisubversiva y otras se emplearon en pagar el trabajo o el silencio de los mercenarios, de modo que los contribuyentes españoles fueron involuntariamente involucrados en este caso típico de terrorismo de Estado.Ésta no es una práctica infrecuente en las democracias avanzadas, y mucho menos en las principiantes, y ella, por lo demás, suele contar con el respaldo de un amplio sector de la opinión pública, convencido de que, a criminales fanáticos e implacables como los de ETA, no cabe otro remedio que aplicarles su propia medicina. Es una de las perversas consecuencias de la estrategia terrorista: imponer unas reglas de juego -todo vale para alcanzar el objetivo- a las que, la desesperación y la cólera de los ciudadanos de a pie que sufren los estallidos de los coches bomba y viven en el miedo y el escándalo de los atentados, acaba por conceder una suerte de legitimidad. Pero hacen mal quienes alivian sus conciencias con la idea de que si aquella práctica es tan común, no hay que tomarla demasiado a lo trágico y aceptar que la eficacia exige a veces a un gobierno democrático, en defensa de la democracia, actuar en la ilegalidad. Porque no es cierto y porque ese pensamiento es un veneno que ataca la esencia misma de lo que llamamos un Estado de Derecho, es decir, una sociedad regida por la ley y no la fuerza.
Éste es un tema que, viniendo del Perú, conozco a la perfección. En 1980, coincidiendo con el restablecimiento de la democracia luego de doce años de dictadura militar, Sendero Luminoso -una pequeña pero resuelta organización maoísta- declaró la guerra revolucionaria al Estado burgués y pasó a intimidar y asesinar a los 'enemigos de clase' -alcaldes, subprefectos, gobernadores, boticarios, jueces, humildes comerciantes o modestos dueños de chacras, soldados, policías y a reales o supuestos soplones-, a volar puentes, caminos, centrales eléctricas y toda clase de obras públicas, con una decisión y un ímpetu semejantes a aquellos con que perpetran sus siniestras hazañas los etarras. Totalmente impreparadas para hacer frente al desafío terrorista, las fuerzas policiales primero, y luego el Ejército, respondieron con brutalidad y empezaron, también, a torturar, matar y 'desaparecer' a culpables o inocentes en las llamadas Zonas de Emergencia, un vasto sector de los Andes centrales. Nunca sabrá nadie, entre los cerca de treinta mil muertos que ha causado la violencia política en el Perú en los quince años que ya dura, cuántos fueron abatidos por el terrorismo y cuántos por el contraterrorismo.
Pero sí sabemos, de manera inequívoca, que, además de toda la sangre derramada y el altísimo costo material de los desastres causados por la proliferación del terror, el efecto más devastador de aquella violencia recíproca, fue de largo plazo, pues a ella se debe que el restablecimiento de la democracia desembocara en un nuevo fracaso -uno más, en la larga secuencia de intentos inútiles para arraigar la legalidad que jalonan la historia peruana- y que el Perú tenga el triste privilegio de haber restaurado la tradición autoritaria en un continente donde la mayoría de países parecen haber roto con ella de modo irreversible.
Ese régimen tiene una apariencia, no un contenido, democrática, porque es popular, como lo fueron algunas dictaduras latinoamericanas del pasado. La comunidad internacional lo acepta pues su política económica es bastante acertada, porque guarda ciertas formas -convoca elecciones y, por supuesto, las gana por abrumadora mayoría-, pero, sobre todo, porque lo respalda un alto número de peruanos. ¿Y, acaso se debe ser más papista que el papa? Si ése es el género de democracia que quieren tener, acaso sea la única que les convenga.
La realidad no es que el pueblo peruano sea más inapto que otros para la libertad y la ley. Ese pueblo había recibido con alborozo la llegada del régimen civil en 1980, pero sufrió una tremenda desilusión por la incapacidad de los gobiernos democráticos de Belaunde Terry y de Alan García de satisfacer sus más elementales anhelos: mejores condiciones de vida y un mínimo de estabilidad y de seguridad. Nada de ello se pudo materializar en gran parte a consecuencia de la subversión, que, hacia fines de la década pasada había causado daños materiales equivalentes a la deuda externa nacional. Desde luego que la política económica equivocada -en el caso de Alan García corrupta y de un populismo demagógico suicida- fue un componente importantísimo de aquel desencanto.
Pero nada hizo que cundiera tanto el escepticismo respecto a las instituciones civiles y a la legalidad como la proliferación de apagones, dinamitazos, secuestros, desaparecidos, voladuras de edificios, hallazgos de tumbas colectivas, y el estado de perenne inseguridad en que todo ello hacía vivir al ciudadano común y que hacía ambicionar, a muchos, una represión sin contemplaciones, "a la argentina", de los subversivos. Y, por ello, el argumento que utilizó el presidente Fujimori -y la cúpula militar que fraguó con él el golpe de Estado- para cerrar el Congreso, despedir a los jueces, suspender la Constitución y comenzar a gobernar por decretos-leyes -la ineptitud del régimen de partidos políticos para acabar con el terrorismo- fue largamente aceptado por el pueblo. ¿En qué legalidad podía creer éste si ella era ya, en gran parte, una mera ficción, no sólo por culpa de los senderistas, sino, también, de quienes los combatían? El 5 de abril de 1992 los peruanos no salieron las calles a defender la ley contra los tanques porque tanto los seguidores de Abimael Guzmán como los gobiernos democráticos se habían encargado de demostrarles que ella no servía de gran cosa.
Desde entonces, en el Perú impera, no la ley sino la fuerza, amenizada por la picardía. La militar, desde luego, que es el verdadero poder desde la sombra y que puede cometer los peores abusos contra los derechos humanos con el pretexto de la eficacia en la lucha antisubversiva, y la de un líder cuya retórica contra los partidos políticos, la pérdida de tiempo que significa guardar las formas y los procedimientos si se. quiere obtener resultados, seducen por igual a los más pobres y a los más ricos, unidos -acaso por primera vez en la historia republicana- en la convicción de que la mano dura, el tener pantalones, el ser un pendejo (que en el sentido peruano no quiere decir idiota sino un vivo) y engañar, mentir, fabricar Constituciones, Congresos, Tribunales instrumentales, regimentar a los medios de comunicación mediante el chantaje o la prebenda, alquilar intelectuales y, en suma, haber resucitado las viejas costumbres criollas, es lo mejor que le ha podido pasar al Perú. ¿No tiene el país los más altos índices de crecimiento económico desde que se puso fin a la caricaturesca democracia? En estos días, como es sabido, inaugura el presidente Fujimori su segundo mandato de gobierno y me temo que la historia tenga para rato.
A muchos parecerá descabellado comparar el Perú con España, un país que ha avanzado mucho en la modernización y el crecimiento económico, que es hoy parte indisoluble de la Unión Europea y donde la inmensa mayoría de la sociedad tiene muy sólidas convicciones democráticas. ¿Cómo sería concebible en un país así un Fujimori? Un Fujimori tal vez no, pero yo no me fiaría demasiado en la irresistible solidez de las instituciones, ni en una adhesión irreversible a la legalidad y la libertad, ni en España, ni en Francia ni en Inglaterra ni en ninguna parte. Esa cultura es siempre precaria, aun en los países de larga tradición democrática (y España no la tiene, sino muy reciente). Y nada la empobrece y deteriora tanto como la percepción, por el hombre y la mujer del común, que quienes tienen la responsa bilidad de impulsarla y defenderla, la violan, por razones in nobles o que parecen nobles. El terrorismo de Estado es la peor de las violaciones a la cultura de la legalidad y de la libertad, mucho peor todavía que la pillería o el tráfico de influencias, pues es la manera más efectiva de ha cer saber al ciudadano común -por quien las dicta y debe hacerlas cumplir- que las leyes no sirven, que ellas son un estorbo en situaciones de emergencia, que un gobierno debe saltárselas cuando lo cree necesario para cumplir mejor sus cometidos. El terrorismo crea un clima propicio para que esta filosofía prenda en la opinión. Cuando ello ocurre, no es el terrorismo el que suele salir derrotado, sino la democracia, que se degrada hasta convertirse en simulacro.
Quienes concibieron el GAL han hecho un flaco servicio a esa democracia española que nació de manera prístina, a través de un consenso de todas las fuerzas políticas, modélico en el mundo. Su proceder fue inmoral, ilegal y también inútil, pues en vez de haber acabado con ETA, han condecorado a los criminales etarras con la aureola de víctimas, lo mejor que puede pasarle a una banda terrorista . Pero, sobre todo, han ,causado un daño muy grande -aunque, por fortuna, reparable- a la democracia que creían defender, instaurando un sombrío precedente sobre los alcances de la 'razón de Estado' en un país donde, en nombre de ésta, una dictadura de cuarenta años cometió terribles abusos, y desfigurando su imagen en el concierto de las naciones libres, en el que, desde la transición,. España era considerada una democracia ejemplar.
Todo ello tiene todavía remedio a condición de que la justicia haga justicia y sancione a los culpables, a todos, los ejecutantes de los cerebros maquinadores y los cómplices del encubrimiento, no importa cuán alto sea el nivel de la responsabilidad. Como muchos, yo no puedo concebir que Felipe González -un gobernante al que, hechas las sumas y las restas, la historia deberá reconocer un balance altamente positivo en la modernización de España y en la conversión del socialismo español en una organización genuinamente dernocrática-pueda haber amparado los crímenes, secuestros y bombas de los GAL. Pero, como muchos también, que lo respetamos, no acabo de entender la actitud en que parece encastillado de negar a rajatabla toda complicidad en el terrorismo de Estado a miembros de su gobierno, cuando las evidencias sobre la participación en lo ocurrido de funcionarios policiales y ministeriales se acumulan de manera abrumadora. Su trayectoria hacía esperar que encabezara la denuncia y el acoso de los culpables, aun cuando entre ellos figuren cercanos compañeros de lucha o leales colaboradores que fraguaron la sangrienta chapuza de los GAL creyendo que así servían mejor a su país.
España -quiero decir, el gobierno que preside Felipe González- me honró hace algunos años concediéndome la nacionalidad española, con lo que me puso a salvo de las intrigas que multiplicaba contra mí y mi familia el régimen peruano. Por ello estoy profundamente agradecido a este gobierno y a este país (que, por lo demás, sentía desde mucho antes también como mío). Creo que este honor conlleva una responsabilidad y que ella le obliga a decir que el terrorismo de Estado que se ha practicado contra la subversión terrorista de ETA me horroriza, y a pedir que ese cáncer se extirpe de raíz, ahora que hay tiempo, antes de que cunda la metástasis y la democracia de que gozamos se nos vuelva, putrefacta.
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