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Estilos

Enrique Gil Calvo

Se veía venir. Antes o después, el caso GAL tenía que afectar por fin al propio González personalmente. Y ni siquiera importa que, en este caso, la denuncia sea tan poco digna de confianza, pues por fácil que resulte rebatir el testimonio acusatorio, lo cierto es que el mal ya está hecho, y la imputación de culpabilidad formulada contra el presidente ya no puede ser retirada. Así que sólo cabe esperar que sobre esta denuncia lluevan otras, probablemente cada vez más graves, aunque quizá no menos infundadas.Todo esto tenía que pasar, por lo que nadie puede llamarse a engaño, y mucho menos el presidente González, pues fue provocado por su renuncia a ofrecer explicaciones convincientes cuando, a partir de diciembre pasado, se produjo la reapertura del caso GAL. No hubo asunción de responsabilidades gubernamentales ni ninguna otra respuesta política. Nadie dijo: "Fui yo, no busquéis más". Y en ausencia de confesiones voluntarias, tampoco hubo identificación de los autores intelectuales por parte de la autoridad gubernamental. Por lo tanto, al cegarse la vía de las responsabilidades políticas, sólo quedó abierta la de las responsabilidades judiciales, que muy pronto comenzó a revelar la presencia de auténticas trampas ocultas: y la última de estas trampas hasta la fecha es el señalamiento público del presidente del Gobierno como último responsable final.

¿Por qué fue González incapaz en su momento de ofrecer respuesta al clamor de la ciudadanía que le pedía cuentas? Una posible explicación es la sospechada por la oposición: que sea efectivamente culpable de haber consentido, o al menos encubierto, la trama GAL; pero a mi me parece algo demasiado simplista. Y a juzgar por la trayectoria del personaje, parece más lógico pensar que se trata de una. decisión ética de González, que se niega a delatar en público a aquellos de sus hombres, a los que hace responsables, por acción u omisión, de cuanto ha pasado. Lo cual supone objetivamente una negativa de auxilio a la justicia (o un encubrimiento casi), pero ése ha venido siendo desde siempre el estilo del liderazgo de González, que ha preferido considerar a sus hombres antes como compañeros (con, quienes te solidarizas a las duras y a las maduras) que como subordinados.Es lo que alguna vez he llamado el síndrome Robin Hood, forjado al comienzo de la transición cuando González tomó el mando como capitán del grupo de proscritos que se juramentó para tomar la Bastilla del franquismo tardío. La cúpula del poder socialista no es una asociación contractual sino una fratarnidad comunitaria, donde la ayuda mutua prima sobre,el respeto a la ley. ¿Acaso es libre Robin de entregar al sheriff a cualquiera de los suyos que se extralimite? Lo único que puede hacer es pedirle que se entregue como un hombre (como sucedió con Solchaga o con Serra). Pero si el infractor se niega a entregarse (o incluso lo que aún es peor: si decide a su vez delatar a sus jefes para poder exculparse), lo único que puede hacer Robin González es callar, asumir el coste -político del silencio y resistir el clamor de la incomprensión popular.

Por eso, de ser cierta esta reconstrucción del estilo con que González ha ejercido el mando, lo más probable es que tampoco esta vez nos ofrezca en el Parlamento ninguna auténtica respuesta política, más allá de su formal -protesta de inocencia. Si en diciembre, cuando el caso se reabrió, se negó a delatar a sus hombres ni aunque fuera para evitar el retroceso socialista, mucho menos podría hacerlo ahora, cuando lo que está en juego sólo es su salvación personal. Podrá observarse la distancia abismal que separa este estilo de, ejercer el mando con el practicado por Aznar en su resolución del caso Cañellas. Por eso parece tan temible la perspectiva de que en un próximo futuro se le pueda firmar a Aznar un cheque en blanco como el que se le extendió en 1982 a González: pues desgraciadamente, a quien se parece Aznar no es a Robin de los Bosques sino a Juan Sin Tierra.

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