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La polarización política en Estados Unidos

El mensaje que tanto los terroristas que bombardearon el edificio federal de Oklahoma City como los dirigentes de la asociación ultraderechista National Rifle Association y los líderes del Partido Republicano están promoviendo es que el Gobierno federal, gestor del Estado de bienestar de EE UU, es el enemigo. Ni qué decir tiene que estas posturas anti-Estado de bienestar, que se esconden tras este discurso antiestatal, son posturas legítimas dentro de un marco democrático. Ahora bien, lo que caracteriza aquellas voces no es tanto su mensaje político de antiestatismo, sino la estridencia y violencia de este mensaje. En él, el Estado no es un obstáculo para el bienestar de la población, sino el enemigo del pueblo. Gingrich, líder republicano de la Cámara baja del Congreso norteamericano, con mayoría republicana, define al Estado de bienestar estadounidense como un Estado oprimente que asfixia al ciudadano y que está destruyendo a la sociedad, su infraestructura y sus valores morales y cívicos. En unas declaraciones recientes, Gingrich considera al Estado de bienestar como responsable de la laxitud moral que causó, por ejemplo, el asesinato de dos niños por parte de su madre, Susan Smith, una de las personas más impopulares hoy en EE UU.Por otra parte, Gordon Liddy, asesor del presidente Nixon y hombre clave del caso Watergate, héroe de la derecha de EE UU, alienta a los ciudadanos a que disparen contra funcionarios públicos de la Agencia Federal de Control de Armas, aconsejándoles que lo hagan a su cabeza en lugar de al pecho. "Don't shoot at their chest because they have got a vest underneath that. Head shots, head shots... kill the sons of bitches" (The Natión, 15 de mayo de 1995). Liddy fue agasajado recientemente por el Colegio Republicano, The Heritage Foundation, The National Review (la revista intelectual de los republicanos) y la Asociación Conservadora norteamericana, todas ellas organizaciones bien conocidas del Partido Republicano o próximas a él. Bob Dole, el presidente del Senado y candidato republicano a la presidencia de EE UU, el mismo Gingrich y otros republicanos prominentes, tales como Phil Gramm, también candidato presidencial republicano, han participado en programas radiofónicos patrocinados por el señor Liddy sin que ninguno de ellos haya renunciado a aparecer en sus programas después de las declaraciones violentas de este personaje. También Rush Limbaugh, uno de los intelectuales más influyentes del Partido Republicano, ha hecho llamamientos a la "segunda revolución violenta americana en contra del Gobierno federal", y la National Rifle Association, asociación próxima al Partido Republicano, denuncia en su promoción de la asociación la "conducta criminal" del Gobierno federal.

En este discurso antiestatal, el enemigo no es el Estado, sino el Estado de bienestar. Estas voces piden, en realidad, un aumento de los gastos de Defensa que significa un aumento del Estado y de su sector público. Durante la Administración Reagan, un héroe para estos movimientos conservadores, el sector público creció enormemente (debido al aumento del gasto militar), originando a su vez un déficit público sin precedentes en los últimos 40 años. El enemigo (no el adversario) en aquel discurso es el Estado de bienestar. El Senado y el Congreso, con mayoría republicana, han propuesto reducir dramáticamente (de un 25% a un 50%, según el programa) los fondos para la asistencia sanitaria de los ancianos, de los niños y mujeres embarazadas, de los médicamente pobres y de los parados, eliminando o reduciendo también los programas de higiene y salud laboral de los trabajadores y de protección del ambiente. Hoy en EE UU mueren 100.000 personas al año por falta de cobertura sanitaria, tres veces el número de muertos debido al sida. A la vez que estos legisladores han reducido tales gastos e intervenciones del Estado de bienestar han aumentado los gastos militares sustancialmente, aprobando uno de 60 billones de dólares para construir 30 nuevos submarinos atómicos, a costa de reducir los fondos para el estudio, entre otros, del virus Ebola en el Centro de Control de Enfermedades del Gobierno federal, virus que, por cierto, representa una amenaza a la supervivencia humana mucho mayor que cualquier adversario militar que el Pentágono pueda imaginarse.

Junto con esos recortes del Estado de bienestar, aquellos legisladores han aprobado también unas políticas fiscales que, representan, según The Wall Street Journal (periódico del capital financiero estadounidense), el mayor beneficio fiscal que las clases pudientes hayan recibido en su historia. Como decía un editorial reciente del In These Times, nunca en EE UU se ha visto una agresividad de clase (de las clases dominantes) tan acentuada como ahora. Esta agresividad tiene como objetivo desmantelar el Estado de bienestar, un Estado ya en sí bastante insuficiente: cuando se le compara con el Estado de bienestar de los países de: la Europa occidental. Estados, Unidos es, por ejemplo, el único país de la OCDE que no tiene un programa nacional de salud que garantice cobertura sanitaria a toda la población.

En teoría, este desmantelamiento se presenta también con el objetivo de reducir el gasto público y reducir el déficit público, aun cuando este déficit, debido en gran parte a la política económica del Gobierno de Clinton, es hoy el más bajo del mundo desarrollado occidental. Según Bussines Week (13 de marzo de 1995), el Gobierno federal ingresa más fondos de lo que gasta en productos, servicios y transferencias. El déficit se debe principalmente al pago de los intereses de la deuda, que se incrementaron enormemente debido al déficit que se acumuló durante la época de Reagan.

Estas políticas de recortes de los gastos del Estado de bienestar, que están causando gran dolor, están siendo justificadas como respondiendo a un mandato popular. Sería, sin embargo, injusto identificar a todos los republicanos o a un sector mayoritario de la población estadounidense con esta postura anti-Estado de bienestar. En realidad, en las últimas elecciones del 8 de noviembre de 1994, que en teoría iniciaron la llamada "revolución republicana", sólo el 17% del electorado (aquellos que podían haber votado) votaron por el Partido Republicano. Es más, hay encuestas que muestran cómo aquellas políticas son impopulares incluso entre la mayoría de los republicanos. Ahora bien, tampoco hay que ignorar que hay un caldo de cultivo importante para la expansión de este tipo de mensaje basado en la gran alienación política que existe hacia el Estado por parte de grandes grupos de la clase trabajadora y sectores populares.

La clase trabajadora ha estado perdiendo su capacidad adquisitiva desde el año 1972, no sólo en términos absolutos, sino también en términos comparativos con otros países de la OCDE. Para esta clase -la mayoría de la población estadounidense-, el sueño norteamericano se está desvaneciendo. Los hijos no vivirán mejor que sus padres. Y lo saben. Esta clase se siente enormemente frustrada. Los republicanos intentan capitalizar esta frustración, presentando el Estado de bienestar como el responsable de su situación, un Estado de bienestar que se presenta beneficiando sólo a los negros, hispanos y otros grupos minoritarios. El racismo se convierte así en una política activamente promovida por los republicanos para dividir aquella clase trabajadora, base tradicional del Partido Demócrata. La financiación altamente regresiva del Estado de bienestar norteamericano (en que sus efectos redistributivos no son de las clases pudientes a las clases populares, sino de un sector de estas clases a otros), y el carácter no universal de la mayoría de los beneficios del Estado de bienestar, explica que éste se vea como un Estado divisorio más que solidario, facilitando así los ataques de los republicanos a este Estado de bienestar.

La respuesta tradicional del Partido Demócrata había sido la de presentar a las clases pudientes insolidarias -representadas por el Partido Republicano- como las responsables de los problemas de aquellas clases populares. Como comentaba Keven Philips, uno de los observadores conservadores más perspicaces de la realidad estadounidense, "cuando el público percibía al Estado como un adversario, ganaban los republicanos; cuando el público veía al establishment económico como el adversario, ganaban los demócratas". Ahora bien, la creciente identificación del Partido Demócrata con los intereses de este establishment económico, debido a la enorme dependencia del Partido Demócrata en su financiación, en aquellos poderes económicos, ha facilitado el desencanto de estas clases populares con el Partido Demócrata, desencanto facilitado por las políticas del presidente Clinton que no se perciben como beneficiando a aquellas clases populares. Clinton, que había despertado grandes esperanzas entre los sectores populares (la mayoría de sus votantes provinieron de estos sectores), ha ido decepcionando a estos sectores, a través de medidas económicas que no han revertido el descenso de su capacidad adquisitiva. Esta decepción se ha traducido en una abstención electoral muy notable de estos sectores populares, creando un clima de desencanto, frustración y enfado que es el caldo de cultivo para mensajes radicales de derecha. Este desencanto explica también la llamada por parte de los sectores más progresistas del movimiento sindical de establecimiento de un partido laborista para el año 1996. La polarización del mapa político de EE UU se está acentuando con unas consecuencias claramente imprevisibles. La única predicción cierta es que el futuro será muy distinto al presente.

Vicente Navarro es catedrático de Políticas Públicas, Sociología y studios Políticos en la Universidad John Hopkins de Estados Unidos.

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