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Penalti, pláltano y ducha

Todos los seguidores noctámbulos de la Copa América de fútbol habrán podido observar que varios de los duelos entre países hermanos han tenido que resolverse mediante el frenesí fratricida, a bocajarro y en seco, de un epílogo de penaltis. Tratándose de juego tan viril, por más que Jesús Gil le ponga hondura, no es de extrañar que en él venza la idea de que un final no es tal si no es rotundo. Como principio vital directo, sin ni siquiera rozar con ello la lombarda rijosa o televisiva de nuestro huerto, me lo explicó en su día, y en presencia de El Fary, el inolvidable boxeador Luis Folledo. "Lo único importante en esta puta vida es saber dónde está el hormiguero para meterla". De un tirón. Por lo que luego, sonados todavía del oído, ni el juez Garzón, ni el cineasta Tarantino, ni el filósofo Jarauta consiguen alarmarnos con el anuncio de la muerte en cadena del sujeto. El eslabón perdido, el padre del cordero, se agazapa en el simple dilema que toda tanda de penaltis realza: meterla o no meterla en el hormiguero.En tanto que guardián del boquete, sabemos que el portero es desolado portador de un miedo histérico, amén de literario, ante el pelotón del penaiti. Aunque así se lo exige el reglamento, no logra estarse quieto. Y los árbitros, comprensivos, hacen la vista gorda. Y el portero, por fin, se estira, se diría que al buen tuntún, como en busca de un círculo cuadrado. Mas, en el fondo, sabe que es propio de las cosas deseadas seguir distinto rumbo al del deseo. Por eso, cuando ve que le meten un tanto, el espectador partidista tampoco se enfurece en exceso: "Zubi, ¡la cagaste!". Y ya. Otro cantar es cuando el jugador no inmóvil ("me ha tocado en suerte"), ungido del sagrado deber de marcarle un gol al portero, falla de cabo a rabo o por los pelos. Algunos lo han pagado con la vida. De ahí que el miedo al penalti póstumo haya adquirido -por ejemplo, en México- todos los rasgos esenciales de una grave enfermedad nacional.

En una de estas últimas madrugadas, la selección mexicana de fútbol, teniendo por rival a la de Estados Unidos, pisó el terreno de juego con esa enfermedad patriótica en el alma. Jugadores, técnicos e hinchada maltapaban las cicatrices de su doloroso pasado. En series de penaltis (allí llamados "penales"), México perdió, en 1977, frente a la juvenil Unión Soviética. Por extinta, pase. Pero es que volvió a perder, en 1986, ante Alemania, por culpa de esos penaltis epilogales; lo mismo en 1994, ante Bulgaria; y, a principios del año en curso, fue eliminada de idéntica manera, esta vez por Dinamarca, en las semifinales de la Copa del Rey Fahd. de Arabia. ¡Toma castaña! Desmoronada la moral, por muy católica que ésta sea, el fatalismo se desata. (Hermosillo, que fallaría un penalti, había sido previsor: "Todo está escrito. Ya no depende de mí"). Quedaba otro recurso: la superstición. Lo intentó el guardameta Campos, el de los modelazos multicolores, bajándose los pantalones momentos antes de comenzar la tanda de penaltis. El árbitro, no obstante, lo vio; y le sacó tarjeta amarilla, como elocuente aviso de que también era capaz, llegado el caso, de enseñarle la roja. Se deshizo el hechizo. Y México quedó eliminado. Entrevistado por Rafael Ocampo, excelente comentarista deportivo, ya lo advierte un doctor: "Tiene que cambiar esta situación. Si no, seguiremos pensando que Dios no lo quiso o que la Virgen de Guadalupe no estuvo ese día con nosotros".

Al parecer, el ídolo de Campos es aquel portero argentino, Goycoechea, que resultaba imbatible en las series de penaltis. Terminadas las prórrogas con un empate, a Goycoechea lo rodeaba todo su equipo en el centro del campo. En medio de esa piña circular, convencido del efecto mágico del acto, el jugador "orinaba -son sus propias palabras- todo lo que podía". Desmesura y prudencia de la lluvia dorada. Mientras que a Campos, que tomaba su portería por hormiguero, le quitaron de pronto las ganas. No lo arropó su equipo, lo vio con claridad el colegiado y, para colmo de desdichas, seguro que hasta él llegó, golpeada, la voz libidinosa de Javier Clemente cuando le ordena a sus muchachos: "Un plátano, ¡y a la ducha!"

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