"Mire usted, yo soy un poeta..."
La gran ilusión de Jaime Gil de Biedma era aparecer en los cumpleaños de EL PAÍS y gracias a la intervención de su agente, Carmen Balcells, la cumplió los dos últimos noviembres de su vida. La ambición de Juan Benet y de Juan García Hortelano -lo recordaba aquí hace nada Vicente Molina Foix- era levantar telón. Ángel González no quiere otra prebenda de la vida material que recuperar algún -día aquella guitarra que le enseñó a tocar de niño un hombre al que mató la guerra en plena calle. A Manuel Vázquez Montalbán le gustaría tener un reloj sin tiempo, infinito. A José Hierro le basta ver crecer una uva en el verano de los Cohomares de Titulcia para sentir feliz su calva y su vida sin desmayo. A Blas de Otero -es verdad- le encantaba ver pasar los aviones. Caballero Bonald viviría al fresco de un barco como si no hubiera historia, ni después ni antes. Son poetas: una vez le complicaron la vida en un coloquio a Manuel Vázquez Montalbán, en Santander; lo cuenta José María Castellet -su ambición: que vuelva Cruyff al centro del campo-: la pregunta del coloquio era reiteradamente metafísica, o impertinente, y el autor de Memoria y deseo respondió con la irritación ya incontenida:- Mire usted, yo soy un poeta...
Poetas, gente verdaderamente singular, admirable gente. A Carlos Barral le gustaba sentarse a ver cómo los otros echaban las cartas en los buzones mientras él corregía mil veces una palabra de un verso. Se conformaba luego con la primera que puso y volvía a andar con aquel aire despreocupado y altivo tras el que ocultó su profunda humildad interior un orgulloAhora a España le faltan algunos de esos poetas. Javier Marías cuenta -y lo cuentan otros que también lo vieron- que además de levantar telón -ambición que de los dos sólo cumplió Benet-, Juan García Hortelano lo que quería era ser manager de titiriteros, y se entrenaba patrocinando al autor de Corazón tan blanco, que hacía volatines en el paseo de Recoletos. Además -y esto lo quería hacer compartiendo banquillo con Francisco Brines- aspiraba a ser seleccionador nacional de un equipo de viejas glorias. Nos faltan muchos. César Vallejo hablaba de la falta sin fondo que nos hacen algunos de los que ya están en el lado de allá, que decía Cortázar. Extraña -en verano y siempre- no ver a Hortelano, por ejemplo, dándole sentido a un vaso espléndido y sudoroso de ginebra con tónica sentado sin tiempo y hablando sereno con aquella voz bronca que parecía hecha para hacerle reproches a Juan Marsé cuando discutían de fútbol.
A veces la vida es reparadora de la ausencia, y estos poetas vuelven en la única forma posible: vuelven en la rnano de los libros, y ahora acaba de pasar uno de esos acontecimientos. En una edición preparada por Antonio Martínez Sarrión -El moderno: su ambición es bailar y tener amigos y que su hijo le resuelva su guerra con los ordenadores- acaba de aparecer en Visor una antología de versos póstumos e inéditos de Juan García Hortelano: La incomprensión del comercio. Tremenda autocrítica, espléndido humor, adivinación de la muerte, sepultura de las vanidades: el Hortelano ensimismado y zumbón que regresa con aquella voz de tahúr tranquilo con la que polemizaba en las noches altas con su tocayo Benet y con cualquiera que no le tuviera miedo a la resaca. ¿Y cómo resistió al final el dolor de sentirse vencido por la enfermedad del tiempo? Pues, escribiendo. Escribiendo como el poeta que era siempre: cuando esperaba el autobús del funcionario, cuando respondía al teléfono o cuando limpiaba el sudor frío del vaso largo de Gordons con tónica. "¡Ay, existen demasiadas cosas entre el cielo y la tierra con las cuales sólo los poetas se han permitido soñar!", decía Nietzsche, y esas cosas a veces se dicen y a veces sólo se intuyen. En La incomprensión del comercio están las cosas intuidas, como si Juan García Hortelano hubiera querido buscar la frontera excesiva de la muerte y hubiera querido seguir contando la ironía interior de la vida que iba a seguir. "Aunque hemos convivido desde siempre, / siempre nos conocimos mal, obscuro y poco". Como si narrara, en efecto, la relación de todos con la impostura de vivir: "De frente a corazón pasa la vida / y pasa del tapete al aquelarre, agotando las témporas y el culo".
Son poetas; descreídos de la solemnidad, compadres de la vida, vitalistas cuyos versos son guiños contra el tiempo. Es gozoso pensar -por ejemplo: en Hortelano- en todos ellos, para saber que un verso solo, una palabra, nos puede devolver su vida si nos faltan. Ahí vuelve, pues, Hortelano, como vuelven otros, seres inmortales envueltos en el carné de agua que tienen los poetas.
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