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Reportaje:EXCURSIONES: LA ANGOSTURA

Los nombres del agua

Los pinares y pozas cristalinas agasajan en verano a quienes caminan por el tramo medio del río Lozoya

Los españoles, genios de lo vacuo, somos grandísimos aficionados a los topónimos. Nos gustan tanto, que en cuanto tenemos ocasión le ponemos dos o tres nombres al mismo pueblo o accidente geográfico, sin reparar en las confusiones que esta costumbre suele acarrear. Que ello suceda en regiones bilingües tiene un pase; en realidad, sólo despista a varios millones de turistas, incluidos visitantes extranjeros.Pero cuando esto ocurre en comunidades de una sola lengua, como la madrileña, no tiene ninguna gracia. "Me he enterado de que, mañana, el plasta de Pepe va a andar por la Bola del Mundo, así que yo mejor me subo al Alto de las Guarramillas", se dice el montañero novato, ignorante de que bola y alto son idéntica cumbre.

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Chapuzón de verano

Un vistoso ejemplo de toponimia múltiple lo brinda el río Lozoya, también llamado de la Angostura en su tramo intermedio y arroyo de la Guarramilla cerca de sus veneros. Descubrir la armónica unidad esencial de esta corriente, pese a tanto nombre, es el primer objetivo de esta excursión.

Paseando a su vera, entre frondas pinariegas, desempolvaremos el camino carretero del siglo XVIII que comunicaba el palacio de La Granja con el monasterio del Paular; se daba entonces un rodeo de tres bemoles, aunque siempre preferible al puerto del Reventón.

El refugio del Pingarrón, visible a mano izquierda según se sube del puerto de los Cotos (o del Paular..., ya empezamos) a Valdesquí, será nuestro punto de partida.

Descendiendo en dirección suroeste, ganaremos rápidamente el sendero que discurre junto al arroyo de la Guarramillas y que, en sucesivos cambios de margen, desemboca en una auténtica autopista forestal. Al frescor de la Angostura (nueva denominación) crecen sauces y serbales, tejo y acebos, melejos y abedules; en sus pozas chapotea el mirlo acuático, buzo alado de pecho blanco.

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El bosque por el que culebrea nuestra pista posee también, cómo no, nombre propio. Se llama el pinar de los Belgas, y su historia se remonta a 1675, cuando, en virtud de un real despacho, se cedió al monasterio del Paular "una lengua de pinar y monte del dicho valle de Lozoya". Su anterior propietaria, la Comunidad y Tierra de Segovia, pleiteó contra la decisión, obteniendo como contrapartida el derecho al uso de los pastos del lugar. En 1837, tras la desamortización, el pinar fue adquirido por un tal Andrés Andreu, quien a su vez lo cedió tres años más tarde a la Sociedad Civil Belga de los Pinares del Paular, que aún lo explota. Haciéndose los suecos (o, mejor, los belgas, en este caso), los gestores de la sociedad trataron de desentenderse de los compromisos adquiridos anteriormente, mas los vecinos de la Comunidad y Tierra hicieron valer sus derechos, y todavía hoy pastan en estas tierras sus ganados.

Un par de puentes permiten cambiar de orilla para hacer más amena la jornada, que prosigue río abajo atravesando una zona de restaurantes y esparcimiento domingueril, junto a la carretera que desciende de Cotos a Rascafría (kilómetro 31).

Cerca de aquí se halla la presa del Padrillo, y a la misma altura, sólo que al otro lado de la carretera, se alza sobre un promontorio la casa de la Horca.

La moderna edificación apenas transmite el terror que debía de infundir a los reos de principios del XIV, sabedores de que las ordenanzas del Consejo de Segovia concedían a los pueblos del valle el privilegio de "horca y cuchillo".

Camino de la casa, frente al monasterio, un tribunal revisaba las sentencias de muerte en el puente del Perdón. Hacia él dirigimos, sin ningún temor, nuestros últimos pasos.

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