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Cuestionar la transición

Se pierde en la lejanía de los tiempos la nociva tendencia hispana de vivir con los ojos puestos en el pasado. A veces para refugiarnos en él y hacernos ilusiones sobre el mismo, en vez de sobre el futuro, como denunciara Ortega. En otras ocasiones para renegarlo, condenarlo o hacerlo culpable de males actuales. Pero casi siempre como arma arrojadiza en la contienda política, cultural o social. Así ha ocurrido en mil aspectos: desde el desfase con respecto a Europa a la pobreza secular de nuestra ciencia. Desde la falta de cultura cívica en democracia a la tardía secularización de nuestro pensamiento. Lo que nunca hemos aprendido es lo contrario: asumir el pasado tal como fue. Sin más. Y al deducir, sin ira y sin nostalgia, sus indudables lecciones, mirar de una vez por todas al futuro. Lejos de esta virtud, cuanto más cercano era ese pasado, más vueltas hemos tendido a darle para intentar explicar "lo de ahora" con los errores o aciertos de "lo de ayer".Viene esto a cuento porque, con ocasión de las últimas elecciones, han surgido comentarios y calificativos sobre nuestra última transición a la democracia. Lo que, en un principio, se cantó con aires triunfalistas y hasta absurdos deseos de exportación, se ha llegado a tachar de chapuza. Lógicamente, se están buscando causas del pasado para intentar justificar males y achaques demasiado pronto sobrevenidos a nuestra joven democracia. Mal paso constituyó la parafernalia sobre lo de la "nueva lección al mundo" en el menester de transitar, algo sobre lo que no hay pautas científicas claras y cada país lo hace como puede. Pero peor camino me parece esta especie de catarsis retroactiva que a nada conduce.

Para empezar, anduvimos no poco tiempo envueltos en la polémica semántica: reforma, ruptura, ruptura pactada, reforma consensuada, etcétera. Con lo fácil que hubiera sido quedarse en lo de cambio político o de régimen, ya de por sí harto expresivo. Luego, y por mor de los trabajos que aparecen sobre personajes del franquismo, más vueltas y vueltas a las preguntas de cuándo empezó la transición y cuándo termino, si es que ha terminado. En el primer aspecto, y según el aprecio científico hacia el personaje estudiado, es posible que se llegue a la afirmación de que empezamos a preparar la transición durante el otrora llamado primer año triunfal. En el segundo, las tesis se amontonan y la transición ha terminado al aprobarse la Constitución, al fracasar el 23-F, al llegar el PSOE al poder, etcétera. Hay, incluso, quien sostiene que se cerrará cuando el PSOE deje el Gobierno y pase a la oposición. ¡Como si siempre hubiera estado en él! El aquelarre conceptual e ideológico no parece tener freno.

Y es que una cosa es la transición y otra, bien distinta, es lo que hemos dado en llamar consolidación de la democracia. A mi entender, lo primero se acabó. Lo segundo queda pendiente de tres factores, de cuya enumeración soy el único responsable: la fortaleza de una auténtica mentalidad democrática que elimine decenios de autoritarismos de un lado y de otro (no se olvide que en el antifranquismo también había mucho de autoritarismo), el asentamiento más o menos, definitivo de un sistema de pluripartidismo limitado y no polarizado y, en fin, el encuentro de alguna vía de solución de nuestro secular problema regional.

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Pero lo primero, la transición, creo que hace tiempo que permite ya una interpretación sosegada. Con tres factores explicativos.

En primer lugar, se puede comenzar a transitar cuando desaparece físicamente la persona fundadora del régimen anterior. Por supuesto que desaparición biológica y sin derrota. Dado que el régimen anterior no tenía más afán ideológico que el de la permanencia, cuanto más hubiera durado la vida de su principal protagonista, más habría tardado la hora de la transición. Comprendo lo impopular de esta afirmación. Pero a la historia y a las "lealtades vitalicias" me remito. Y precisamente como la ideología era endeble, resultó fácil desmontarla. Algo muy diferente cabe decir de la mentalidad, a la que antes me refería, y que, en parte, ahí queda en no pocas dosis.

En segundo lugar, la transición puede hacerse gracias a la existencia de una clase media burguesa que, en aquellos difíciles momentos, no quiere correr riesgos. Ni el riesgo de nuevos enfrentamientos bélicos, ni el menor riesgo de poner en peligro cuanto había adquirido desde los económicamente propicios años sesenta. Como paradoja, fue una clase creada durante el franquismo, pero no por el franquismo. Aparecía por primera vez en nuestra historia y estaba llamada a hacer de almohadilla entre los polos. Algo que no tuvo, por ejemplo, la Segunda República, siempre lastrada entre quienes lo tenían y querían todo y quienes nada tenían. De ahí la violencia de la última guerra civil. Por contra, al morir Franco, España vive en gran parte el condenado encanto de la burguesía, coche, tele, veraneo, apartamento, etcétera. Esto puede resultar mal visto desde un punto de vista de ortodoxia marxista, tanto más cuanto gran parte de los trabajadores habían perdido su "conciencia de clase" y llegaban o aspiraban a vivir y tener como la burguesía. Si se evitaron males mayores, bienvenida hubo de ser.

Y, por último, la transición resultó impulsada desde arriba, desde la institución de la nueva Monarquía, que, de inmediato, supo conectar con los dos factores antes citados y orquestar, como pudo y con quien pudo, el tránsito a la democracia. Eso, precisamente eso, es lo que originó que dejara de ser problema, salvo para algunas minorías o algunos personajes que por ahí andan. A la legitimidad histórica se unió pronto la constitucional y la democrática. En la noche del 23-F se había terminado el examen.

Bajo estos tres factores, todo un mundo de cesiones y sacrificios. En el Ejército, ante todo. Pero también en sectores sociales y económicos, en escalafones, más o menos privilegiados y hasta en ideologías de los partidos. En la cuneta quedaban, pronto y precisamente porque lo importante era "traer la democracia", los fuertes postulados de poco tiempo antes: la República, el Estado federal, la disolución de los cuerpos represivos, la autodeterminación. Aquí cedió todo grupo o persona consciente de que no se podía ir más allá sin estropear la empresa. Sin dañar muy seriamente el camino de la transición. Y una especie de manto de posibilismo canovista sirvió para cubrir y olvidar vergüenzas del pasado y utopías de futuro.

Así fueron las cosas. Por eso de nada vale remover. Y no por negar la aspiración de que pudieron ser de otra forma, sino, sencillamente, porque, ni entonces ni creo que ahora, pudieron ser de otra forma. Oí confesar una vez a un viejo y sagaz político de la Segunda República que ellos no tenían experiencia a la hora de su tránsito, de su 14 de abril. Y que, por eso, comenzaron a exigir responsabilidades por haber colaborado con el pasado e intentaron "mudarlo todo", en expresión de Jiménez de Asúa. Y se alegraba de que nuestra generación sí tenía la: experiencia de lo ocurrido con aquella penúltima transición, Ni. el republicano de quien hablo era de derechas, ni la historia admite futuribles, en el sentido que Zubiri daba al término. Se hizo lo que se pudo y como se pudo. Que, para empezar, no estaba nada mal. Dejemos ahí, en la orilla de la historia, el inmediato pasado y pongamos toda nuestra atención en el presente. Que buena falta hace.

Manuel Ramírez es catedrático de Derecho Político en la Universidad de Zaragoza.

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