¡Ojo con la Unión Europea!
La presidencia española del Consejo de la Unión Europea debería caracterizarse por la prudencia más que por el frenesí. Pero la desesperación política de Felipe González y la desorientación constitucional de los euroentusiastas promete seis meses de fuite en avant, si se me permite emplear otro idioma europeo que el catalán en estas mis inconformes consideraciones.Con especial cuidado debería tratarse la creación de una moneda única europea. No es verdad que la moneda única sea condición necesaria para el mercado único, objetivo fundamental del programa económico de la Unión; pero sí que la moneda única evitaría devaluaciones competitivas que podrían dar al traste con el libre comercio entre los Estados miembros. No es cierto que la disciplina de las condiciones de Maastricht garantice que los países más gastones e irresponsables se sometan a dieta, como lo demuestra la bulimia disfrazada de virtud del Estado español mientras fue ministro de Hacienda Carlos Solchaga; pero sí que un crecimiento pro longado exige política monetaria ortodoxa y presupuestos públicos equilibrados. No es probable que un a moneda europea resulte más sólida que el marco, que desde 1979 se ha revaluadó un 27% frente al ecu; pero sí es previsible que sea más estable que la peseta, la lira y la dracma. No es seguro que, la construcción europea progrese con el intento de forzar la entrada en la moneda única de países que no quieren o no pueden.hacerlo; pero sí que la Unión Europea será un animal muy distinto con y sin moneda propia.
Propongo pues un rumbo para navegar en este piélago de contradicciones: el norte de los europeos debe ser la culminación del mercado único entre todos los Estados de Europa hasta la frontera con Rusia.
Quienes dicen que la moneda única es indispensable para la consolidación del mercado único faltan a la verdad. Deberían invertir su proposición y decir que si no existe previamente el mercado único, es imposible el mantenimiento de una moneda común. De hecho la libre circulación de mercancías, servicios, capitales y personas, desemboca espontáneamente en una moneda única, o al menos en una moneda principal libremente elegida por los transactores. El camino hacia esa comunión monetaria, sin embargo, no debe ser obstaculizado por las devaluaciones competitivas de los menos responsables para imponer sus exportaciones. De hecho, Francia ha mencionado en Cannes por esa razón la posibilidad de imponer cargas compensatorias a los países, como Italia o el Reino Unido, que mantengan una moneda independiente.
Con este disputar si son galgos o podencos, olvidamos lo principal: no sólo que hay que liberar la economía real, sino que cada país debe equilibrar su moneda y sus presupuestos, con o sin Maastricht. Temo la retórica de la moneda única porque puede servir de coartada para no hacer nada. Las devaluaciones competitivas son imposibles cuando los bancos centrales de los países con moneda independiente mantienen año tras año una inflación nula, objetivo que hemos de perseguir por sí mismo y no un papel firmado en Maastricht.
¿Por qué no dejar que el marco se imponga en los mercados, pero sin coste político porque subsisten las monedas nacionales en competencia con la valuta alemana, como lo hace el franco suizo hoy?
¿Qué ganamos los europeos con expulsar al Reino Unido porque una mayoría de sus ciudadanos quiere mantener la esterlina sobre la base de una política monetaria y financiera ortodoxa? ¿A qué viene imponer a los británicos la Carta Social, que todos deberíamos rechazar por nuestro bien? ¿O empujar a los daneses, o los checos, o los polacos, hacia un ejército europeo predominantemente alemán?
Vamos, que soy contrario a la moneda única a fuer de europeo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.