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Tribuna:LOS SERVICIOS DE ESPIONAJE
Tribuna
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Privacidad y nuevas tecnologías

Francesc de Carreras

La actualidad política más reciente ha puesto de manifiesto un hecho escalofriante: las nuevas técnicas permiten interferir conversaciones ajenas utilizando sencillos aparatos que pueden comprarse en numerosas tiendas a un módico precio. Ello constituye una manifestación más de un fenómeno relativamente nuevo: las crecientes amenazas a la intimidad personal potenciadas por las modernas tecnologías. ¿Existe una respuesta jurídica a este nuevo reto a la libertad?El artículo 18 de nuestra Constitución garantiza el derecho a la intimidad. Pero el derecho a la intimidad como tal es de protección reciente. En el fondo es un producto de la sociedad industrial urbana dotada de unos medios de comunicación complejos. Su primera formulación se debe a dos juristas americanos, Warren y Brandeis, que en un famoso artículo publicado en 18590 en la Harward Law Review definieron el derecho a la intimidad como "el derecho a estar solo" (to be let alone). Ciertamente, estar solo era fácil en sociedades rurales, incomunicadas y con baja densidad de población, pero es muy difícil en las sociedades occidentales del siglo XX, y todavía los será más en la naciente sociedad postindustrial, una de cuyas características definitorias es la profunda revolución en el terreno de la informática y de las telecomunicaciones. Conciliar la intimidad personal con la nueva sociedad tecnológica en la que ya estamos viviendo es el reto ante el que nos encontramos en la actualidad.

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Porque, obviamente, la intimidad es un elemento esencial de la libertad de la persona y constituye un determinado ámbito, físico o inmaterial, que cada uno determina para sí y en el cual, sin su consentimiento, nadie puede entrar. Así, un individuo o una familia protegen su intimidad estableciendo -en sentido figurado- un muro entre ellos y los demás, con el fin de amparar determinados aspectos de su vida privada que no tienen ningún interés legítimo para aquellos que están situados al exterior de este muro.

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En definitiva, intimidad es aquella parcela de la vida personal que un individuo tiene derecho a esconder, ocultar y no mostrar ni a los poderes públicos ni a los demás ciudadanos. Desde este punto de vista, cada uno, mediante sus propios actos, traza para sí el ámbito de intimidad que prefiere y, por tanto, ésta no es igual para todos: no goza del mismo grado de intimidad la persona que cuenta su vida privada y muestra su casa a las revistas del corazón que la persona -pública y famosa- que no facilita la entrada en ninguno de estos ámbitos. La intimidad es violada cuando desde el exterior, sin permiso ni razón legítima, alguien traspasa el muro de protección y se introduce en el cerrado recinto reservado únicamente al pleno uso de la libertad por parte del titular del derecho.

Desde el punto de vista jurídico-positivo, esta injerencia indebida constituye una vulneración ilegal y arbitraria del derecho a la intimidad y, según la Ley Orgánica 1 / 1982, de 5 de mayo, de protección civil del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen, puede dar lugar a una indemnización por los perjuicios materiales y morales ocasionados. Esta temprana ley, que se limita a la responsabilidad civil y mezcla confusamente intimidad y honor, bienes constitucionales muy distintos, sirve de norma general para proteger la intimidad. Pero, además, otros textos legales desarrollan las dimensiones concretas del derecho a la intimidad esbozadas en el artículo 18 de la Constitución.

El antiguo derecho a la inviolabilidad del domicilio ha sido transformado en su contenido por la jurisprudencia del Tribu nal Constitucional (véase, en especial, la STC 22 / 1984). El domicilio constitucional inviolable ya no es el lugar de residencia habitual de una persona sino cualquier otro lugar en que ésta desenvuelva -aunque sea de forma ocasional- su vida íntima: por ejemplo, una segunda residencia, la habitación de un hotel, una roulotte o una tienda de campaña. La inviolabilidad del domicilio goza de garantía penal (arts. 191 y 490-492 bis del Código Penal.

El derecho al secreto de las comunicaciones garantiza -con la excepción de autorización judicial- la no interceptación del curso de una comunicación realizada a través de un medio técnico: ello abarca desde el clásico sistema postal -secreto de la correspondencia- hasta los más modernos sistemas de telecomunicacioens que puedan inventarse, pasando por el telégrafo, el teléfono y el reciente telefax. Debe dejarse claro que este derecho no ampara sólo las comunicaciones con un contenido que afecte a la intimidad de los comunicantes, sino el secreto de la comunicación en sí mismo, sea cual sea su contenido (véase la fundamental STC 114 / 1984). Es, por tanto, un derecho de carácter formal: ninguna comunicación, hecha a través de cualquier medio técnico, puede ser interferida. También este derecho tiene garantía penal (arts. 192, 192 bis, 497 y 197 bis del Código Penal) que, según reciente reforma, castiga no sólo al que interceptare comunicaciones y revelare las informaciones que ha descubierto sino también al que informare de lo averiguado por otro a sabiendas de su origen ilícito. Este último matiz será sin duda objeto de dudas doctrinales y jurisprudenciales importantes al objeto de que no entre en colisión con el derecho a la libertad de información en general y, más en concreto con el derecho al secreto profesional de los periodistas, garantizados ambos en el artículo 20.ld) de nuestra Constitución. La conclusión apresurada es la de que desde el punto de vista de la normativa jurídica, la vida privada de las personas está, en lo fundamental, bien garantizada en España. Todos los poderes públicos y todos los ciudadanos están sometidos al Derecho y, en consecuencia, no hay ningún tipo de inumidad ni ninguna razón de Estado que pueda justificar el incumplimiento de las normas jurídicas. Ahora bien, no sólo toda normativa es perfeccionable sino que los vertiginosos cambios tecnológicos inciden, de forma muy especial, en esta materia. Desde este punto de vista, las soluciones jurídicas no sólo deben venir de cambios le gislativos sino, quizás preferentemente en este campo, de interpretaciones de la jurisprudencia -y también de la Administra ción- que, partiendo del caso concreto y aplicando las directivas constitucionales, atiendan con mayor precisión a los cambios sociales y técnicos. Las bases están ya puestas y son de una gran solidez para garantizar la libertad individual. Sólo cabe aplicarlas con sentido práctico, inteligencia y, sobre todo, a partir de una rigurosa in terpretación de nuestra Constitución.

Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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