En la política de los secretos
Aunque la alarma haya cundido súbitamente entre los españoles, al haber trascendido en días pasados el asunto de las escuchas ilegales realizadas desde el Cesid, lo cierto es que en las últimas décadas han sido tan numerosas como preocupantes las alegaciones sobre abusos llevados a cabo por los servicios, estatales de inteligencia en diferentes países de nuestro entorno más avanzado, tanto europeo como norteamericano. Abusos entre los que se incluyen no sólo la violación de comunicaciones interpersonales sino también campañas para desacreditar a individuos o colectivos de relevancia pública, el sabotaje de recursos perteneciente a destacadas organizaciones no gubernamentales, e incluso algunos asesinatos de personas presuntamente vinculadas a grupos tenidos por subversivos.Sin embargo, las agencias de inteligencia están concebidas, en el contexto de los regímenes democráticos, para cumplir una función que consiste básicamente en recoger y analizar información relevante sobre cualesquiera amenazas de intensidad significativa que pongan en peligro la seguridad nacional y la estabilidad del orden político imperante, proporcionando con ello a las autoridades políticas un conocimiento útil para afrontar tales desafíos con el necesario éxito.
La existencia de dichas amenazas explica por tanto la necesidad que tienen los gobiernos de recopilar información relevante con la que proceder a contrarrestarlas. Aunque buena parte de la información que analizan los servicios de inteligencia puede hallarse en fuentes de acceso público, lo que caracteriza a tales agencias es más bien la búsqueda clandestina de datos mantenidos ocultos por quienes protagonizan amenazas interiores o exteriores a la seguridad nacional. Para ello recurren a un amplio rango de técnicas operativas, que oscilan entre las labores del tradicional espía encubierto y el uso de sofisticados medios tecnológicos aplicados a la vigilancia. Se supone, con todo ello, que los riesgos para la integridad estatal o para la persistencia del orden constitucional pueden ser sustancialmente minimizados y hasta eliminados mediante la toma de ciertas decisiones basadas en el valioso conocimiento previamente adquirido.
Patologías
Pero las agencias estatales de inteligencia para la seguridad incurren con frecuencia en patologías de inutilidad o de voracidad, al dedicar un esfuerzo importante a la obtención de información irrelevante o improcedente. Lo cual tiene mucho que ver, en un primer momento, con la dirección marcada por parte de las autoridades políticas, quienes a la postre han de determinar qué es y qué no es una amenaza para la seguridad, estableciendo en tonces las prioridades de inteligencia, de acuerdo con propósitos justificados, así como criterios claros acerca del modo en que ha de obtenerse la información de seada. Las agencias de inteligencia deben, en cualquier caso, conducirse dentro, del marco legal imperante, puesto que las actividades que vulneran los derechos humanos y las libertades fundamentales suponen un importante menoscabo del Estado de derecho. Ello a pesar de que desde posiciones afines al corporativismo conspirador que tantas veces caracteriza a los servicios secretos, suele aducirse que sus actividades requieren una flexibilidad no siempre compatible con rígidos constreñimientos jurídicos.
Así, pues, los gobernantes a quienes van destinados los resultados de las labores de inteligencia inciden sobre la eficacia y el funcionamiento de los servicios secretos al especificar con claridad cuáles son las necesidades de interés nacional y los métodos operativos aceptables. En este sentido, la responsabilidad política de aquellos con respecto al cumplimiento ulterior de las agencias de inteligencia es ineludible. Tanto una actitud de indefinición como, en otro sentido, una definición de la seguridad nacional en términos excesivamente amplios o ambiguos, unidas ambas a cierta despreocupación con relación a las técnicas empleadas, hace mucho más verosímil que los servicios de inteligencia operen sin el control debido bajo condiciones de democracia e incluso vulnerando a la legalidad, ya sea en la recolección de información o en el uso de la misma. Propiciando así una vigilancia generalizada que criminaliza de hecho a ciudadanos no implicados en actividades amenazantes para la seguridad nacional e incluso un mercadeo ilícito posterior de registros clasificados que sí generan vulnerabilidad estatal. Un mandato legal restrictivo no es condición suficiente para evitar éstas y otras patologías operativas de los servicios secretos, pero resulta imprescindible para evaluar su eficacia, inhibir conductas ilícitas y establecer las bases que hagan posible los procedimientos de supervisión externa.En las democracias, los servicios de inteligencia son por lo común de dos tipos: uno atiende a problemas de seguridad interior y otro se ocupa de desafíos procedentes del exterior. Esta división, aunque no pueda, evitar solapamientos, refleja de alguna manera el miedo a que una agencia única o prevalente acumule, en consonancia con la enorme cantidad de información disponible, excesivo poder. Una descentralización limitada de los servicios secretos resulta probablemente el formato más adecuado. Sea como fuere, las agencias de inteligencia, en tanto que sistemas secretos caracterizados por gestionar la adquisición y el acceso a la información, denotan cierta tendencia a encerrarse en sí mismas y tratar de eludir controles ajenos, lo cual resulta todavía más verosímil cuando su entorno lo configura una opinión pública que manifiesta gran desconfianza hacia sus actividades. El peligro es, sin duda, que las agencias de inteligencia para la seguridad adquieran una autonomía tal que lleguen a convertirse en una suerte de Estado invisible dentro del Estado. Capaces por sí mismas de fijar los objetivos de sus actividades, los métodos para recoger información y hasta las operaciones de contraespionaje, no siempre de acuerdo con la legalidad, así como de reproducirse mediante criterios de reclutamiento más discriminatorios que selectivos, acomodados a una subcultura organizativa propensa a cierta paranoia y en el seno de la cual tiende a estrecharse la concepción del interés público.
Control democrático
A muchos, incluyendo destacadas per sonalidades políticas no sólo ubicadas en el ámbito de la derecha tradicional, mucho más atenta a mantener el orden público que a garantizar las libertades ciudadanas, lo que en realidad parece preocuparles de los servicios secretos es sólo su eficacia. Empero, dada la magnitud de los recursos públicos que movilizan y el poder informativo que acumulan, así como el hecho de que sus mecanismos de autoinspección resultan demasiado opacos, las agencias dedicadas a temas de inteligencia para la seguridad, como cualesquiera otros organismos de la burocracia estatal que sufra gan los ciudadanos, no deben quedar exentas del proceso democrático. Su funcionamiento ha de permanecer, en primer lugar, sometido a un activo con trol político por parte del Gobierno. Pero, además, es precisa una supervisión parlamentaria distinta al control ejecutivo y dotada de facultades. Y ello por al menos dos razones. En primer lugar, porque el ministerio correspondiente puede inhibirse de las competencias encomendadas a este respecto, sobre todo ante agencias de inteligencia que se muestren hostiles o dispongan de evidencia para el chantaje. En segundo lugar, porque al amparo del secreto en que se desenvuelven, dichos servicios estatales también pueden ser manipula dos desde el ejecutivo, en beneficio no ya del interés nacional sino de intereses propios del partido que desempeñe las tareas de Gobierno, de alguna facción del mismo o de otros intereses privados.
En suma, proteger la integridad estatal y el régimen de libertades requiere servicios de inteligencia. Piénsese, por ejemplo, en su teórica importancia para perseguir delitos de terrorismo o para desarrollar una política de defensa consecuente. Aunque para evitar abusos es igualmente necesario que tales agencias se encuentren sometidas a mecanismos eficaces de control gubernamental y su pervisión parlamentaria, complementa dos con limitaciones mucho más severas sobre el uso de fondos reservados, las irrenunciables actuaciones judiciales y cuantas precauciones adopte una sociedad civil en comprensible alerta. El establecimiento o reforzamiento innovador de tales mecanismos constituye sin duda uno de los retos que tienen ante sí, precisamente para perfeccionar su calidad, nuestras democracias con temporáneas.
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