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Tribuna
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... pero hay huelgas que 'matan'

Sigo con el interés y la preocupación natural del ciudadano, al que importan los problemas de su entorno y la calidad de vida civil de su comunidad, la huelga que en este momento asuela la sanidad pública. Por eso, me creo partícipe de la misma desolación que embarga a un gran número de españoles ante la magnitud del problema y de sus consecuencias previsibles e imprevisibles, todas en buena parte irreparables.La lectura de la prensa -seguramente insuficiente cuando se trata de interpretar datos que reclaman varias lecturas- me lleva a pensar que en el asunto se cruzan: un probable desorden y falta de planificación administrativa; puede que graves deficiencias estructurales, no todas heredadas; agravios salariales comparativos... Pero, seguramente, también diferencias de diversa índole. Así, en ocasiones, he visto apuntado que es cierto que no se percibe la misma remuneración en todas partes, pero tampoco parece ser simétrica la disponibilidad y el nivel de dedicación.

En cualquier caso, no creo descabellado aventurar que, como en todos los conflictos bilaterales, es probable que ninguna de las partes enfrentadas tenga toda la razón. Pero para el propósito que persiguen estas reflexiones, no me importaría atribuírsela en hipótesis y en su total integridad a los médicos en huelga. Pongamos que su postura de exigencia sea irreprochable y que sus reclamaciones fueran todas y en todo legítimas. La cuestión se desplazaría, entonces, a la ponderación de la legitimidad del medio empleado para hacerlas valer: la huelga.

La huelga, que es por definición conflicto, probablemente también por eso está lejos de ser un asunto pacífico. Incluso en aquellos campos en que no se cuestiona su uso como instrumento. de reivindicación siempre surgirá un problema de límites en el cuándo, el cómo y el hasta dónde. El asunto no puede ser más obvio. La huelga, que tiene antecedentes en comportamientos relativamente identificables o más o menos localizables, reporta perjuicios, implica daños, a veces irreparables, de carácter masivo, para un sujeto colectivo difuso ajeno a la raíz del litigio. Todo el mundo tiene experiencia de lo que significa la huelga en algunos servicios públicos. Por eso, todo el mundo sabe también que las consecuencias lesivas -del mismo modo que los bienes patrimoniales- en una sociedad como ésta, que es profundamente desigual, se reparten desigualmente. No pesan de la misma manera sobre todos los sectores sociales. Como en cualquier situación de necesidad, como siempre que alguien se encuentra -o cree que está en una situación límite y, por tanto, moralmente autorizado para actuar de una forma extraordinaria-, hay implícita la valoración de una determinada relación medios / fines. Y un uso instrumental de determinados bienes, de los que no todos son propios de quien coyunturalmente los usa en su propio beneficio.

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Lo tomado en préstamo, como rehén, con propósitos reivindicativos, unas veces serán locales, ocasionalmente reconvertidos para otra finalidad que la de su destino habitual; otras, medios de transporte, o los que sirven de soporte para la prestación de algún servicio. Cuando la huelga es de médicos, la cosa cambia de forma radical: lo que se usa, el instrumento, es primariamente la salud, pero en realidad la vida, una dimensión esencial de la existencia de quien en ese momento tenga un padecimiento concreto, que seguramente ocupará toda su atención y reclamará toda su preocupación. Si los españoles gozasen todos y en este momento de una salud de hierro, una huelga como la actual resultaría imposible. Del mismo modo que cuanto mayor sea la angustia generada en los pacientes potenciales y reales, mayor será la eficacia de la reivindicación. De ahí que, en perspectiva, no se haya descartado ni siquiera el uso táctico de los servicios de guardia, donde la prestación sanitaria adquiere el máximo valor actual, precisamente por la intensidad del sufrimiento del demandante de la asistencia.

Resulta, pues, que cuando el médico se pone en huelga pasa inmediatamente a disponer de ese bien ultrasensible, que en situaciones de paz corporativa considera, por lo general, indisponible, incluso por el mismo sujeto, al que se niega la condición de titular. Basta tomar las actas de cualquier debate sobre la eutanasia para advertir hasta qué punto el profesional de la medicina se siente co-responsable de la efectividad del derecho a una vida que no es la suya propia.

Por otra parte, desde el juramento hipocrático a los tópicos culturales más difundidos en la clase media, todos ilustran claramente sobre cierta predisposición del médico -que no considero ilegítima- a reclamar para sí un estatuto profesional especial en el plano de la cualidad ética, precisamente por razón de la sublimidad del objeto de su dedicación. Y el objeto -y lejos de mí la pretensión de hacer literatura de ocasión- es, ciertamente, sublime: por eso, cuando de los lugares de conflicto bélico se retiran la generalidad de los profesionales, en primera línea de riesgo, aparte de quienes participan en su materialización con las armas, permanece el médico. Es decir, si la sala de curas y el quirófano no fueran lugares en los que se cuece y trabaja con algo especial, de Ruanda a Bosnia, no habría ninguna razón para que la medicina saltase por encima de las fronteras. Por eso creo que el médico como profesional tiene una ventaja moral que no asiste a otros profesionales: su trabajo realizado con dignidad y rigor cuenta con el máximo de positividad en cualquier contexto. Algo que, por ejemplo, no podríamos decir los jueces, por la ambigüedad de nuestro propio estatuto práctico: garantes de libertades, sí, pero, al mismo tiempo, agentes de un sistema punitivo, tremendamente irracional e injusto. Ni tantos otros profesionales.

En definitiva, creo que situaciones como la planteada por conflictos como el de los especialistas de la sanidad pública no pueden dejar de suscitar el máximo de perplejidad: no negaré que puedan tener o incluso tengan todo el derecho. Ya he dicho que en hipótesis prefiero esta segunda opción, para dar todavía mayor plasticidad a lo que desearía expresar. Pongamos que tienen toda la razón. Pero tienen también todos los elementos de conocimiento necesarios para medir el alcance de las consecuencias de la situación desencadenada. Una crisis de asistencia de esta envergadura origina para la ciudadanía en general, y para la más débil desde todos los puntos de vista en particular, sufrimientos irreparables. Y asimismo muertes concretas, por más que tengan como autor objetivo a un sujeto despersonalizado y abstracto. Así, resulta que cuando un conflicto de esta naturaleza concluye, no lo hace para todo el mundo, porque deja una estela de innumerables perjudicados, de irreparables perjuicios. Y por eso, también de intensa deslegitimación para los protagonistas, aunque tuvieran razón. Para evitar ocasiones de este género, es preciso buscar con seriedad modos alternativos de protesta, porque no pueden ponerse en juego aquellos valores con los que no cabe jugar. Decididamente, tiene que haber otros medios. Pero si los médicos tienen un plus de deber que limita su capacidad reivindicativa, esto no puede instrumentalizarse por la Administración en su propio beneficio, que no coincide siempre con el de los ciudadanos. También en este lado del conflicto tendría que prevalecer -ahora y siempre- una sensibilidad que no ha brillado en la irracionalidad de algunos antecedentes causales del proceso en curso.Perfecto Andrés Ibáñez es magistrado.

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