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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Justa expulsión de la Guardia Civil

EL LLAMADO caso Linaza, que ha pasado por ser el símbolo de la pervivencia de la tortura en la España democrática, ha concluido como lo exigía la justicia y el buen nombre de la Guardia Civil: con la expulsión del servicio activo de los torturadores y de sus encubridores.Desde el pagado viernes, fecha de la publicación en el Boletín Oficial de Defensa de la orden de expulsión, el ya ex teniente coronel Rafael Masa, un hombre vinculado en la década de los ochenta al núcleo directivo de la lucha antiterrorista en el Ministerio del Interior, así como otros cinco guardias civiles, ha dejado de pertenecer a la Guardia Civil. En esta ocasión, el Gobierno no ha impedido que la justicia siga su curso hasta el final con el consabido y vergonzante recurso a la vía del indulto.

Este final feliz -para el Estado de derecho y para la Guardia Civil como institución- no estaba en modo alguno asegurado si se tienen en cuenta las tensiones institucionales que desde el principio acompañaron a este controvertido proceso abierto con motivo de la detención, en 1981, de Tomás Linaza, un hombre de 57 años, padre de un activista de ETA.

La inicial negativa de los mandos a especificar a la autoridad judicial los nombres de los torturadores fue seguida por otros desplantes de clara intención dilatoria, así como de una insidiosa campaña contra la juez instructora, Elisabeth Huerta. Pero el pulso mantenido con la justicia por parte de quienes confunden la dignidad del Estado con la impunidad de sus servidores no pudo evitar la justa condena que merecían los implicados en el caso Linaza: su inhabilitación como funcionarios públicos y su separación automática de la Guardia Civil.

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Ésta debería ser, sin vacilación alguna, la regla de oro a seguir por el Gobierno y por los responsables de los cuerpos de seguridad en el tema, de la tortura: nadie que sea reo de un delito de esta naturaleza o muestre tolerancia ante él puede permanecer al servicio del Estado, y mucho menos merecer su protección. No hay lugar para el amparo corporativo, los ascensos profesionales, indultos o cambios reglamentarios para impedir los efectos de las condenas para quienes propician, amparan y ejecutan esas prácticas denigrantes con el pretexto de que defienden al Estado. No defienden al Estado: lo ensucian y minan su credibilidad.

Esta actitud debe ser la regla por una cuestión de principios. Debería bastar con eso. Pero también por un criterio de eficacia, como lo demuestra el efecto negativo que esas prácticas tienen en el frente del rechazo social y político contra el terrorismo.

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