Universidades privadas
Teníamos encastrado en la remota memoria el recinto polvoriento y lúgubre de la calle de San Bernardo; más destartalado aún, el caserón de Atocha: la Facultad de Medicina, el doliente hospital de San Carlos. Debido a rigurosas razones cronológicas, no pasamos ni paseamos por las aulas luminosas y rebosantes y por el campus de la Ciudad Universitaria. En los descendientes, de segunda mano, suena el eco, amortiguado y distinto, de las peripecias escolares superiores. Se dijo -con general e irreflexivo aplauso- "educación para todos", desdeñando exigencias en la calidad para beneficio de la Universidad, que es cosa que nada tiene que ver.Cuenta ahora Madrid con varias universidades, que concurren con la Complutense y la Autónoma. La supuesta excelencia de la enseñanza privada va abriéndose camino, lo que puede dar los buenos frutos de la competencia y estimular la estancada y entumecida didáctica institucional.
Una grata circunstancia personal me dio ocasión feliz de cooperar a la formación de una hemeroteca. Mañanita soleada de mayo, casi veraniega; en las calles que flanquean los distintos bloques, una estudiantil muchedumbre forma grupos y charla calmosamente. "Vaya", me dije. "Llego a la hora del recreo o del bocadillo". Errónea la alternativa apreciación, pues se trataba de un acontecimiento, si no común, frecuente en día de bonanza o vísperas de examen. Era la hora de la amenaza de bomba. Muchos alumnos y la casi totalidad del profesorado permanecían en las aulas, pasillos y patios; otros se desparramaron hacia el paseo sobrevenido.
"Hasta ahora han sido alarmas ficticias, pero ¿quién se atreve a retener a los alumnos o al personal administrativo? Un accidente sería terrible". No se percibían en el semblante de los adolescentes ni entre los bedeles, telefonistas o meros visitantes síntomas de preocupación, pero, broma o maldad, el ominoso anuncio perturbó, sin duda, el ritmo en aquella universidad privada, no gratuita precisamente.
Mi motivo, aquel día, era la donación para la naciente biblioteca de la Fundación Universitaria San Pablo (CEU), Facultad de Ciencias Humanas y de la Comunicación (periodismo, para los amigos), que está por cumplir el primer año de su existencia y ya licencia las primeras promociones de graduados. Otra más en liza, junto a las sucursales americanas, pontificias, empresariales... todas con semejantes ilusiones y problemas.
El rector agradeció el legado y puso el dedo en la llaga al explicar que el fondo libresco de las instituciones superiores son su básico pilar. No es cuestión de dinero para encargar 40 millones en libros o media tonelada de sabiduría. "Los ricos", comentó "tendrían las mejores librerías". Muchas cosas, por fortuna, están fuera del alcance de la simple moneda. Era el caso y origen del acto académico: la cesión, un regalo particular a esta factoría donde se fragua el futuro inmediato.
Contaba César González-Ruano -gran cronista de los Madriles- la historia de un escritor del viejo estilo, en la frontera de este siglo nuestro, cuando la profesión informativa discurría por los arrabales de la bohemia indigente: Rafael Urbano, "hombre desdeñoso y sin ambiciones. En su casa, creo que en la Cava Baja, vivía con su mujer, de la que no hacia caso, y rodeado de hijos pequeños que nacían y morían sin que Urbano se enterara apenas. Reunió una biblioteca bastante buena; los libros, metidos en cajas metálicas de galletas María puestas unas sobre otras".
(Uno de los hijos supervivientes, Ramón, fue hombre a quien estimé y quise mucho por sus merecimientos).
González-Ruano da cuenta de las gestiones para que el Ateneo comprara los volúmenes. Omite que aquel individuo, "con aspecto de hombruco a quien hubieran desenterrado para que fuese un rato al café", fue bibliotecario de la ilustre casa de la calle del Prado, donde -quizá la única pompa- se instaló su capilla ardiente. Falló la adquisición de los libros enlatados, que, según César, fueron poco a poco vendidos por la viuda a un librero de lance, con escasa aunque inmediata ganancia.
En previsión de tan lamentable destino, sería deseable que quien entrega años, querencia y pasión por cualquier parcela de las ciencias o las letras tome en cuenta este fenómeno contemporáneo de las nuevas universidades, que tienden la palma de sus estantes vacíos para regimentar y proteger la semilla de los conocimientos, el fruto del gay saber, que llevó, desde la Provenza a Barcelona el buen rey Juan I, apodado el amador de la gentileza.
El destino de los pequeños tesoros individuales no puede confinarse en latas que nadie abrirá; ni siquiera entre las manos de los prácticamente desaparecidos libreros de viejo. Me es grato apuntar al banderín de enganche para esas colecciones, apiñadas con paciencia, sosiego y ternura.
Títulos y tratados que han desaparecido de la oferta comercial y cuanto merezca rescatar de la desesperanzada fatalidad del reciclaje. Siempre pensé que no hay libro tan malo que no contenga una buena página, una frase genial. Como los consejos del rabí Dom Sem Tob.
Queda abierto un ávido canal en las recientes universidades, que garantizan el cuidado, inventario, registro y provecho para que la indagación, de aquí a la eternidad, espigue con despacio y deleite. Además, me han dicho que desgrava en las declaraciones fiscales, lo que no deja de tener su morbo y aliciente.
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