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Soldados de otras guerras

Antonio Muñoz Molina

Con menos indignación que melancolía leí hace unas semanas que ninguna autoridad de nuestro país había estado presente en la ceremonia del cincuentenario de la liberación del campo de Mauthausen, en el que murieron tantos republicanos españoles. Cincuenta años después, algunos de los que todavía no se han muerto regresaron a Mauthausen y, por supuesto, no había para acompañarlos ninguna representación oficial española, pero al menos el himno enérgico y atrabiliario de Riego se oyó entre los himnos sin la menor duda más solemnes de otros países, y una bandera roja, amarilla y morada, una bandera sin país, fue izada entre las otras banderas.Algo semejante cuentan que ocurrió en Mauthausen en la primavera de 1945: cuando las tropas americanas avanzaban hacia el campo, ya abandonado por la guarnición de las SS, los recibió sobre los tejados una bandera tricolor alzada allí por los prisioneros españoles. Algunos de los primeros carros de combate aliados que avanzaron sobre París en agosto de 1944 llevaban escritos nombres españoles en el blindaje: Madrid, Teruel, Belchite, Ebro. Entre los soldados que tomaron por asalto el Nido del Águila, la residencia veraniega de Hitler, había uno que era español. Entró en una sala de estar que parecía recién abandonada y vio un sillón de orejas cerca de una mesa en la que había periódicos y de una chimenea apagada. Comprendió que estaba frente al sillón donde se sentaba Hitler, y durante unos segundos tuvo la tentación de prenderle fuego, o de disparar contra él, o de arrojarle una granada. Lo que hizo fue dejar el fusil a un lado, desabrocharse la bragueta y orinar largamente en el sillón de Hitler, con un sentimiento absolutamente personal de alivio y revancha, concentrando en cada segundo de aquella meada victoriosa toda su rabia por tantos años de guerra, exilio y desastre.

Nadie sabe ya estas cosas, que no importan casi a nadie más que a quienes las vivieron, unos cuantos ancianos que cobran pensiones modestas del Gobierno francés y que guardan como reliquias sus trofeos, sus condecoraciones y diplomas de aquella guerra que ellos imaginaron que devolvería la libertad a España igual que se la estaba devolviendo a Europa. Nadie se ocuparía de honrar ni de recordar a esos héroes si no fuera porque Manuel Leguineche ha incluido el testimonio de algunos de ellos en una serie espléndida sobre la II Guerra Mundial que se ha deslizado o se desliza estos días por los horarios más improbables de la televisión pública.

Un domingo, en la hora letárgica y desganada de la sobremesa, mientras usaba el mando a distancia para huir de anuncios de cosas que no quería comprar y fragmentos de películas que no quería ver y concursos en los que no estaba interesado, de pronto encontré unas imágenes en blanco y negro, y al reconocer en ellas la épica de los documentales sobre el desembarco en Normandía inmediatamente me detuve. Un segundo después estaba asistiendo a lo que parece más imposible en la televisión, al testimonio triste y apasionado de un ser humano real, no un papagayo ni un maniquí ni un actor, un hombre viejo y fornido que hablaba despacio sentado en un sofá de confort pobre, en una habitación que se adivinaba pequeña, agobiada de pañitos y recuerdos, un cuarto de estar de pensionista modesto en el que sin embargo resplandecían el rojo, el amarillo y el morado de una bandera de la República bordada en un pueblo de Cataluña en 1938, una bandera que aquel hombre, que sin duda ganaba lo justo para vivir en una penuria digna, dijo que no vendería nunca a pesar de todo el dinero que le ofrecían por ella.

Había combatido en la guerra de España, había padecido un cautiverio indigno en los campos de concentración donde el Gobierno francés hacinó como apestados a los soldados de la República que cruzaron la frontera tras la caída de Cataluña, se había alistado en el Ejército francés y había conocido la derrota en Dunquerque, había participado en la organización de la resistencia contra los nazis, lo habían hecho prisionero y enviado a un campo de exterminio. Fue un héroe y ahora es un pensionista del Gobierno francés. Lo escuchaba uno hablar en ese paréntesis inusitado de la televisión y se daba cuenta del valor irrecuperable de todas las cosas que se perdieron en los feroces cataclismos de aquella década; no sólo las vidas, sino también las convicciones y las ilusiones, el coraje cívico, la entereza sobria e invariable de resistir a la adversidad después de cada derrota sucesiva. Otro español, veterano de la División Leclerc, se acordaba con ternura y orgullo de los días solares de la liberación de París, de las mujeres con vestidos claros y labios pintados de rojo que buscaban aquel verano a los militares acampados en las umbrías del Bois de Boulogne: para ellos, los republicanos españoles, aquélla fue la primera victoria contra el fascismo, la única y última.

Un lector me cuenta en una carta su indignación por el olvido que sufren, en medio de todas las conmemoraciones de la II Guerra Mundial, los demócratas españoles encarcelados o fusilados por la dictadura franquista durante aquellos mismos años.

Cuando tantas cosas vanas o dañinas se exaltan, parece que a casi todo el mundo le incomoda el recuerdo del dolor pasado, del heroísmo sin recompensa, de la dignidad perdida para siempre. Unos cuantos ancianos lúcidos y fuertes atesoran en sus viviendas de pensionistas sin fortuna recuerdos gloriosos y exactos, medallas, banderas de una República abolida, emociones intactas que aún les llenan los ojos de lágrimas y les quiebran la voz. Nadie los honra, porque estos tiempos no los merecen, pero al menos Manuel Leguineche les ha erigido un monumento fugaz de memoria, unos minutos de televisión.

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