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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Presidente Mitterrand

UN ESTADISTA que lleva años pensando en el juicio de la historia entra hoy en ella con el traspaso de poderes. François Mitterrand, que cesa al cabo de 14 años al frente de Francia, ha sido un presidente rugoso, enigmático, seguramente grande y, sobre todo, discutido. Le satisfará pensar que la historia deberá tratar con celo su persona; pero el veredicto de ésta difícilmente colmará la majestuosa opinión de sí mismo que ha presidido su biografía. ¿Cómo, si no, resistir tantos años en un oficio tan duro?Es una medida de la integración de los destinos de los principales países europeos la evidencia de que un presidente de Francia lo sea también de alguna forma para aquellos Estados que más tengan que ver con su nación de origen. Así, Mitterrand ha sido un buen presidente para España. Cuando asumió la primera magistratura en 1981, la presidencia de su antecesor, Valéry Giscard d'Estaing, había actuado como si nada hubiera ocurrido de notable al sur de la cordillera pirenaica; como si la sombra de Franco fuera aún más alargada.

El Socialista Mitterrand tuvo que realizar una conversión personal de nota, puesto que nada en su ejecutoria avalaba un interés más que episódico por el mediodía europeo. Fue al final de su primer mandato cuando se produjo el giro decisivo en la cooperación para combatir el terrorismo de ETA, y fue él quien hizo más de un gesto para que España ocupara su lugar en la Comunidad Europea. François Mitterrand, como el fundador de la V República, Charles de Gaulle, a quien se opuso sin tregua y con quien, sin embargo, tantos rasgos compartía, es un hombre impregnado dé historia. Por ello, no podía permanecer insensible a un país con tanta historia en las venas como el vecino del sur. La España democrática ha de estarle reconocida por ello.

¿Qué dirá esa Historia, que él quisiera creer con mayúscula, de su doble septenato? Lo primero, sin duda, que duró demasiado; que dos cohabitaciones con la derecha gaullista le hicieron poco bien; que en la última de ellas, con el primer ministro Balladur, casi exterminado su partido socialista de las Cámaras, enfermo y agotado, pareció vivir una muerte prematura, que dejó de ser antes de que la parca electoral pronunciara su inexorable veredicto.

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Y más allá, que habiendo reinventado el socialismo en el congreso de Epinay, pareció entender más el poder como vehículo que como finalidad; que tras un primer periodo de furor estatalista, cargado de compañeros de viaje, se vio obligado a redescubrir el neoliberalismo de los tiempos, y a amparar una política económica que garantizó la estabilidad del franco y la más baja inflación de Europa, aunque al precio de que el desempleo se disparase a comienzos de los noventa.

En lo profundo ya de su reinado como líder del PS, se dirá también que hizo tierra quemada alrededor, que forjó y destruyó jefes de Gobierno -pregúntese, si no a Michel Rocard y a Edith Cresson- con un agudo sentido de la oportunidad -la suya, no la de Francia o la del socialismo-, y que, por tanto, hoy se retira dejando más incógnitas que certezas sobre el futuro de la socialdemocracia en su país.

Pero sería una injusticia reducir su trayectoria a la de un maquiavélico urdidor de maniobras. Como reconoció otro viejo político profesional, Edgar Faure, la diferencia entre ambos era que él no habría sido capaz de resistir, como Mitterrand, 23 años en la oposición. Y cuando se enfrentó a De Gaulle sabía que elegía esa larga travesía. Su obra principal es, con todo, que este presidente tan exagonal, que no habla otra lengua que la francesa, supo salir de sí mismo para entender Europa.

François Mitterrand se aleja del escenario tras haber sabido hacer de Francia el motor de la construcción continental, de darle a Francia la superación de una historia gloriosa pero siempre escuetamente nacional. El hecho de que el país, la grande nation, como gusta aún creerse a los franceses, se muestre hoy menos que arrobada por su inevitable maridaje con Europa, no es sino tributo a la mutabilidad de las formas y lo efimero de los más gallardos esfuerzos. Pero cuando llega el día en que Mitterrand ha de partir, debe decirse que Europa no sale ganando con ello.

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