Invasión de isidros
Torrealta / Canales, Moreno, EncaboCinco novillos de Torrealta (5º sin trapío ni pitones, devuelto), escasos de presencia excepto 6º, pobres de cabeza, flojos, pastueños. Primer sobrero de Ortigao Costa, impresentable, inválido, devuelto; segundo sobrero de Javier Vázquez, terciado, con casta.
Canales Rivera: estocada trasera tirando la muleta, rueda insistente de peones y tres descabellos (algunas palmas y protestas cuando saluda); dos pinchazos y estocada tirando la muleta (silencio). José Luis Moreno: pinchazo, bajonazo y rueda de peones (vuelta); pinchazo hondo, pinchazo, rueda de peones y tres descabellos (silencio). Luis Miguel Encabo: estocada caída (palmas); estocada saliendo empitonado y rueda de peones (ovación y salida al tercio). Se guardó un minuto de silencio en memoria de Joselito, muerto hace 75 años.
Plaza de Las Ventas, 16 de mayo. 4ª corrida de feria. Cerca del lleno.
La corrida fue una exhibición mostrenca del peor toreo que haya podido concebir la tauromaquia contemporánea, lo cual no impidió que transcurriera en medio de continuas ovaciones. Eran los isidros, que habían invadido Las Ventas y venían con ganas de aplaudir.
En realidad los isidros aplauden siempre. Un isidro, en los toros, es uno que se pone a aplaudir cuando las cuadrillas hacen el paseíllo y no para hasta que las ve marcharse otra vez, da lo mismo si salen a hombros por la puerta grande o por la chica, andandito y con las orejas gachas.
Aplaudir quizá constituya una fórmula idónea para disimular el aburrimiento mortal, para ver visiones, para convertir el desastre en triunfo y dar envidia a las amistades que no tuvieron la ocurrencia de acudir ese día a los toros. Aplaudir es, en definitiva, como el tres-en-uno, que vale para todo.
Los isidros no lo saben, pero hacen el más espantoso de los ridículos. No ya la afición conspicua y celosa guardadora del arca, sino la tranquila y benevolente, cuando le toca un isidro al lado, se echa a temblar. Peor es, desde luego, si el isidro le toca detrás, porque, desconocedor de la técnica adecuada para sentarse en un tendido como Dios manda, lo más probable será que le meta las rodillas en la espalda, le apalanque el espinazo y no lo suelte así se oigan crujir las vértebras.
El isidro clásico, el genuino (y no el isidro que ahora se gasta e invade la plaza de Las Ventas), era un personaje entrañable de la antigua fiesta de toros en Madrid. El isidro bajaba de los pueblos el día del santo -de ahí su nombre-, iba a la corrida y se la pasaba con la boca abierta, deslumbrado por el trapío de las reses, la bizarría de los diestros, el porte del público, con sus mostachos, su bastón y su, sombrero flexible (en verano, jipi-japa). Los madrileños se sentían entonces muy metropolitanos, los miraban con la condescendencia propia de los seres superiores y los llamaban isidros. Pero no había malicia. Antes al contrario, los isidros suscitaban ternura.
Isidros así ya no existen: en los pueblos saben de toros tanto como el que más, se van en coche a donde les da la gana, Madrid y la plaza de Las Ventas los conocen al dedillo. Los isidros actuales son de distinta condición. Capitalinos en su totalidad y probablemente de saneada economía, no distinguen un toro de una bilarra -por supuesto, tampoco un trincherazo de una revolera-, lo cual no impide que hagan valer su triunfalismo y su prepotencia el único día que les da por ir a los toros y se empeñen en que ésa -precisamente ésa- sea la corrida del siglo.
Canales Rivera, que saludó con tres largas cambiadas a su primer novillo, ya no hizo otra cosa que pegar trapazos sin sentido en el transcurso de interminables faenas en las que algunos aficionados le llegaron a contar los pases (y contaron cien), mientras el colectivo isidril le dedicaba cerradas ovaciones. José Luis Moreno dio al segundo múltiples derechazos no siempre templados y casi todos con el pico, trapaceó los naturales, pegó un bajonazo y le premiaron con vuelta al ruedo. Con el sobrero, que sacó geniecillo, estuvo voluntarioso. También muleteó voluntarioso Encabo al sexto, único ejemplar con trapío de la novillada. En cambio al tercero lo banderilleó a cabeza pasada, lo toreó fuera de cacho perdiendo terreno y las ovaciones alcanzaron tanta intensidad como si estuviera cuajando una de sus faenas magistrales el finado Joselito -el histórico, el de ley-.
Bien es verdad que con tanto mantazo y tanto triunfalismo murió con las orejas puestas una novillada menuda, acorne, prácticamente inofensiva que, embistiendo, era canelita en rama. Pero qué les pueden importar la canela, los novillos, los cuernos, el trapío, el toreo y la misma fiesta a estos isidros capitalinos.
Babelia
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