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Tribuna
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Hermano ratón

Hace ya algunos días, 20 alumnos de la Facultad de Biológicas de la Universidad Autónoma de Madrid organizaron un acto testimonial en el que manifestaron abiertamente su rechazo a matar animales (ratones, por lo general) durante las prácticas de laboratorio. Alegaban estos disidentes que tal actividad resulta ingrata, cruel e innecesaria, y proponían a cambio una serie de iniciativas combinadas (vídeos, más teoría, diapositivas, etcétera) que, en su opinión, podrían relevar con garantías a los habituales métodos en vigencia. A dicha reunión acudió también una profesora de Fisiología Animal, Elena Escuredo, que en buena lógica no concordaba con el sentimiento de los organizadores y que defendió las vivisecciones apoyándose en un sólido argumento: "Lo que no veo, no me lo creo". Bien dicho, en principio, desde luego; ya que este fundamento acoge en sí mismo la mejor sustancia de la que se sirve la ciencia: los hechos probados.Sin embargo, a mi entender, existe un punto previo, todavía más urgente, cuya deliberada omisión subvierte y corrompe el contenido general del asunto: ¿es legítimo abrir en canal a un ser viviente, estudiar sus órganos, tomar notas, y tirar luego todo el lote a la basura? Obviamente, el grueso de la población mundial parece considerar que sí, que se puede y que se debe, puesto que el ejercicio de la vivisección no sólo se viene realizando sin problemas desde hace siglos, sino que además es materia obligatoria en todas las facultades del mundo.

No obstante, lector silencioso, pese a tan contundente unanimidad, no conviene ignorar un dato que desde tiempos inmemoriales sobrevuela el curso de la historia: una creencia o sentir mayoritario en absoluto garantiza su certidumbre, y sí, muy a menudo, la propia magnitud de su error. Y al respecto, opino que en este caso dicho aserto se cumple a la perfección, porque no acabo de encontrar cimientos objetivos que sustenten el ideario de Madame Escuredo. Más bien, todo lo contrario; y es que su reflexión arranca de una premisa todavía por demostrar: que los humanos, al amparo de un supuesto designio cósmico, biológico, divino, o como sea que quieran denominarlo, son entidades superiores al resto de los seres vivos. Y en consecuencia, que pueden usar de ellos a su antojo.

Pues bien: impugno tal presunción. Demando satisfacciones en nombre de los inmolados. Es más: me animo a renegar públicamente de aquellos que utilizan tan improcedentemente las potestades y privilegios que la naturaleza al azar les ha otorgado, y también de quienes no alzan su voz para proteger al indefenso. Y deseo recordarles, asimismo, que por mucho que quieran acreditar grandezas y cualidades sublimes, ellos, los humanos, no dejan de ser unidades básicas de carbono, efímeras e insignificantes, y que lo único que les diferencia de sus víctimas radica en el número de chips y circuitos que anidan en sus cerebros; y acaso también en un tufillo, ridículo por demás, a petulancia, torpeza y fatuidad.

Esta forma de pensamiento, me consta, irrita y descompone a mucha gente; lo cual, en condiciones normales, me tentaría a profundizar todavía más en mis adjetivos perversos; aunque sólo fuera por fastidiar. Tal es mi estilo. Sin embargo, no ando bien de líneas (unas ochenta se me permiten como máximo) y, por desgracia, debo renunciar a incidir en este particular. "Se rascan, Sancho; luego picamos", es lo último que se me ocurre decir.

De cualquier forma, y sea cual sea la postura del observador, no estaría de más admitir que una autopsia a pelo y en vivo debe resultar harto incómoda, y me atrevo a decir que humillante, para el sujeto que la padece. Y ocurre, precisamente, que en este caso el afectado no es un pergamino arrugado, ni un octaedro mineral, sino una identidad irrepetible, con gestos e impulsos propios, y también con un tiempo suyo que vivir; un compañero de planeta, en suma, y de época, cuyo único delito consiste, al parecer, en no haber sabido elegir adecuadamente a qué especie pertenecer.

Por todo lo expuesto, exijo pues la inmediata suspensión de estas atrocidades, y propongo a tal efecto, y en el plazo más breve posible, una reunión de notables que regule la nueva situación. En caso contrario, la sociedad corre el riesgo de que se agote más de una paciencia, y sería en consecuencia responsable de los graves incidentes por venir. Ciertos elementos podrían movilizarse en brigadas de castigo. Podrían, incluso, ojito, instaurar el Día del Ratón y aprovechar tal fecha para irrumpir en los laboratorios con la orden expresa de emplumar, tras la oportuna aplicación de brea, a los responsables. "¡Ajá!: ¿y de dónde saldrían esas plumas?", preguntará algún lector tratando de pillarme en un renuncio. "De los tinteros y de los vientos", responderé yo entonces, confundiendo a mi interlocutor. ¡Toma!

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