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Nación de naciones

Nos lo han enseñado grandes historiadores y de modo eminente José María Jover y Carlos Seco Serrano en textos que tienen ya muchos años y otros más recientes. España debe ser concebida como una nación de naciones; tanto en su realidad histórica pasada como en la cultural de la actualidad. Ser una nación de naciones es un rasgo de rigurosa originalidad que parecía aceptado en los tiempos constituyentes y que, por desgracia, hoy resulta objeto de menuda controversia política.En una cuestión como ésta hay que remitirse a antecedentes. Cuando el Conde Duque de Olivares recomendó a Felipe IV que no se contentara con ser "rey de Portugal, de Aragón, de Valencia, conde de Barcelona", sino que trabajara, con "consejo mudado y secreto, para reducir estos reinos de que se compone España al estilo y leyes de Castilla sin ninguna diferencia", no sólo estaba proponiendo la consumación de un Estado moderno, sino que, al mismo tiempo, rompía con la articulación de la Monarquía española en tiempos de los Austrias, que bien se puede calificar de prefederal. Esa ruptura explica que, por la misma época, surgiera todo un debate, más o menos público, acerca de la entraña histórica de nuestro país. Lorenzo de Mendoza asemejó la Monarquía española a una cuerda cuyos tres hilos serían las coronas de Castilla, Portugal y Aragón. Juan de Palafox vino a escribir algo parecido. "Sólo Dios puede crear a los reinos con unas inclinaciones, pero, una vez creados con diversas, necesario es que sean diversas las leyes y las formas de su gobierno". Por tanto, resultaría necesario "gobernar en castellano a los castellanos" y "en catalán a los catalanes". Fue necesaria una, guerra. civil para establecer una drástica ruptura con la realidad política y cultural que suponían estos conceptos. Lo que vino después de concluida ésta es suficientemente conocido: un propósito de homogeneización, no sólo política, sino también cultural, que por desgracia trae resonancias de la todavía recordada tras la guerra civil de 1939. Lo malo es que esos propósitos parecen tener resonancias en el momento político actual. A título de ejemplo, si se lee el reciente libro que Josep Benet ha dedicado al intento franquista de genocidio cultural de la posguerra se siente el inevitable resonar de cuestiones (la enseñanza primaria, la administración de la justicia ... ) que nos ponen en contacto con el momento actual. Existe el peligro de que las incidencias políticas o incluso las conmemoraciones culturales nos hagan olvidar esa realidad de nuestra condición colectiva de nación de naciones. Nada nos asegura, a título de ejemplo, que la evocación del 98 no nos pretenda identificar a los nacionalismos con la decadencia cuando, en realidad, fueron testimonio de regeneración. Más vale, pues, que nos remitamos a esa esencia de lo español- y tratemos de desentranar qué significa esa nación. de naciones en que consistimos. Supone que nuestro grado de diversidad es mayor que en la inmensa mayoría de Europa y que, además, no existe en nuestro país una equiparación entre tan sólo dos realidades semejantes en volumen demográfico. No significa, en cambio, que España resulte una especie de mosaico plural semejante a lo que fue el Imperio Austrohúngaro. España no es sólo un Estado, sino que es una realidad nacional compatible con la existencia de sentimientos de identidad colectiva semejantes en fuerza, pero referidos a entidades territoriales menores en extensión. Cuando Pujol define a España como algo "entrañable", pero siente que su nación es Cataluña, como cuando Cambó decía que para ser mejor un catalán había de intentar ser esto último reduplicativamente, ambos se están remitiendo a esta realidad. Por supuesto, ésta puede ser matizable hasta el infinito en gradaciones sentimentales; lo que importa es que impere sobre ellas la voluntad de convivencia (o de conllevancia) que parte del reconocimiento de que esta realidad no es sólo un dato, sino que además resulta una riqueza que, además, testimonia nuestra originalidad.

Sin embargo, en los últimos tiempos, por culpa de razones que son espurias y tienen que ver con el juego triste juego de la política, en el sentido más deplorable del término, la aceptación de este dato positivo de nuestro pasado y presente parece estar poniéndose en cuestión. Habrá que empezar por recordar hasta qué punto ha sido un triunfo colectivo el lograr una fórmula Constitucional satisfactoria ante un problema político que no tenía fácil solución por que no había en otras latitudes un modelo del que servirse como ejemplo. Cuando los especialistas en derecho constitucional ningunean el título VIII de la Constitución o se preguntan sobre el contenido preciso del término nacionalidades en nuestra ley fundamental parecen olvidar que lo más importante es la voluntad de entendimiento y no la incorrección formal. Ese triunfo colectivo se ha podido apreciar también a la hora de tareas más prosaicas y cotidianas que ésa, como las relativas a la convivencia lingüística. Claro está que también se han cometido errores objetivos. El ensimismamiento en el pasado propio limitándolo a periodos muy precisos, pero sólo a: ellos, o la perduración de la idea romántica de nación Pueden convertirse en graves obstáculos para el entendimiento. Ni Cataluña es sólo el modernismo ni existe un carácter nacional catalán inmutable.y distinto del castellano.

Lo peor del caso, sin embargo, nace de la política en su sentido más banal. Ya en el. pasa do, existieron errores de la clase dirigente por una mezcla de incertidumbre acerca de cómo tratar la cuestión y por la práctica de una espiral de reivindicaciones que nacían de un pro pósito autojustificativo propio. Pero lo peor es lo que ha venido a continuación. La volatiliza ción del centro político ha convertido en bisagra a los nacionalismos periféricos y sobre ellos se han acumulado los re proches, no tanto de la derecha política, sino de esas excrecencias periodísticas y culturales que tanto daño le hacen. En el pasado fue reinventarse Azaña y ahora la nueva ofensiva consiste en proponer un nuevo nacionalismo español. Para ellas, Pujol ni siquiera siente la duda en convertirse en un Bolívar o un Bismarck, sino que es un prosaico tendero fenicio dispuesto a vender al mejor postor un coche de segunda mano en mal uso. Ni siquiera existe la se guridad de que esta actitud no vaya a ser seguida por la izquierda cuando esté en la oposición porque ya ha dado muchas pruebas Anguita de que para él el catalanismo es burgués y parece que por razones ignoradas, las perversiones de esta clase son especialmente patentes en el ángulo nororiental de la Península. Y, por si fuera poco, ya está consolidada una estrategia del apoyo a distancia y al ternativo en los nacionalismos que no les causa problemas en el terreno electoral, pero que está provocando serias resistencias en el resto de España y puede facilitar la rotación en el poder por el procedimiento de los vuelcos sucesivos.

Urge volver a la sensatez que debiera empezar por el respeto a la realidad pasada y presente de lo que es España. Los nacionalísmos periféricos no son sólo legítimos, sino que algo 'muy grave sucedería si no existieran, porque eso probaría inautenti-. cidad en la realidad política. Ese género de movimientos partidistas no son residuos del pasado que obligadamente han de concluir en los desastres que evoca en la actualidad el término balkanización. Existe un contramodelo que podría expresarse, como hace Jover, con una evocación a aquella democracia que, desde el remoto pasado histórico, ha sido ejemplo de convivencia (en democracia y cosmopolitismo) de culturas plurales. Se trata de la helvetizacion.

Por otro lado, es muy posible que resulte positiva una vuelta no tanto al nacionalismo como al mero orgullo español, pero la idea de que ello debe -hacerse en un contraste pugnaz con los catalanisitas o vascos es errada. Un verdadero nacionalismo español habría de partir de la conciencia de esa pluralidad y no de modo necesario de la acentuación de la divergencia con esos grupos. Sin duda, Aznar está manteniendo durante la campana electoral una actitud de moderación muy positiva y eludiendo la aspereza en esta cuestión como en todas. Pero si por fin parece haber alcanzado el tono que le correspondía a un verosímil presidente en esta materia desde el punto de vista teórico, todavía oscila un tanto. Y convendría que no lo hiciera. En el momento en que obtuvo su más sonada victoria electoral, en la calle Génova grupos de jóvenes que, sin duda, habían votado su candidatura no gritaban contra el PSOE, sino que pronunciaban una frase que -lamento decirlo- recordaba al año de 1939 en Barcelona. Muchos habríamos deseado que se hubiera revuelto con mayor decisión contra aquel "Pujol, enano, habla en castellano".

Javier Tusell es historiador.

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