De la tortura
Un funcionario de Orden Público puede cometer tres clases de delito: 1. Común (robo fuera de servicio), 2. Para-profesional: uso de sus atribuciones en beneficio privado, 3 Profesional: uso desinteresado -salvo afán de hacer méritos- de medios ilegales para logros de su papel de funcionario. Diré de paso que, sumando estas tres clases, tal vez resultaría revelador comparar la media estadística de delitos de tales funcionarios con la de la población total; mucho me temo que la de los primeros arrojaría una cifra superior. Pero el delito profesional -que va desde el tan frecuente abuso de la "discrecionalidad", pasando por el casi sistemático encubrimiento por solidaridad corporativa o protección del prestigio del Cuerpo y aun del propio Estado, hasta la tortura- se distingue por el rasgo capital de ser congruente con las funciones propias de la Policía y con los fines del Estado, con lo que el mero delito subjetivo trasciende en manifestación del mal objetivo, de la Bestia impersonal que siempre acecha tras el monopolio de la violencia legítima, sin que toda la historia del Derecho, que ha venido queriendo amordazarla, haya bastado para impedir casos como el de la civilizadísima Argentina. Don Francisco Tomás y Valiente (El País, 3-4-95), al igual que Hannah Ahrendt, ha visto la tortura como una inhumanidad mayor que el homicidio. Dante la hizo esencia del Infierno. Ya es una aberración el que la ley repute la tortura por si misma como algo mucho menos grave que el asesinato, pero aun más allá de su siniestro aspecto de culpa personal está el terrible potencial del mal anónimo que asoma en ella, como una bocanada del Infierno. Quien combina el indulto con la ya demente indiferencia de la ley hacia el delito del torturador, muestra, así pues, la más temeraria irresponsabilidad frente al tenebroso aspecto de mal impersonal de la tortura en cuanto obra objetiva del Estado.
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