Tarantino, la muerte y la comedia: una respuesta a Javier Marías
En su artículo Y encima recochineo (EL PAÍS, 2 de mayo), avier Marías rebate mi juicio sobre la película Pulp fiction utilizando una doble argumentación: por una parte, de mi desagrado hacia esa película deduce en mí una tendencia a la elementalidad y al moralismo que al parecer ya manifesté cuando el estreno de Kika, y en virtud de la cual me empuja, con suavidad, pero sin consideración, hacia compañías indeseables, tales como esas asociaciones católicas que montan guardia censora junto la la televisión; por otra arte, lleva a cabo un elogio uy brillante, y que desde luego yo comparto, del espíritu de la comedia y de los valores emocionales e incluso morales de la ficción, en la creencia, supongo, de que Pulp fiction se nutre de ellos.Con todo mi respeto, temo que en ambos casos Javier Marías hace trampa, o al menos exagera. Apelar a Hitchcock, a Chaplin, a Capra, incluso a Cervantes, para explicar los valores de Pulp fiction me parece casi tan excesivo como citar a Cole Porter o a Kurt Weill a propósito de las canciones de Duncan Dhu. Y que yo no me ría en la ya célebre escena de la violación en Kika ni me entusiasme con Quentin Tarantino no creo que me aproxime al cerrilismo clerical de las asociaciones de espectadores, ni tampoco a la irrespirable bondadosidad de la political correctness.
Yo no creo que el cine tenga la obligación de moralizar: de lo que sí estoy seguro es de que en el arte hay siempre una dimensión moral e ideológica, y de que las reacciones ante una obra y los juicios dé valor estéticos, conscientes o intuitivos, nunca son exclusivamente formales. Como dice Ken Loach, con toda la razón, Jungla de cristal III o Arma letal XXIV son películas tan comprometidas ideológicamente como Lady bird, lady bird. En mi condición de espectador y aficionado al cine, yo no puedo ni quiero ocultar la parte de desagrado moral que hay, en mi rechazo de ciertas películas, pero la causa primera de ese desagrado no es la simple exhibición de la crueldad o de la violencia, ni la burla de cosas que a mi me parezcan sagradas.
Algunas de sus películas preferidas contienen escenas mas violentas que las de Pulp fiction; piensen Érase una vez en América, en Uno de los nuestros, en Grupo salvaje; y no me parece queTarantino, con todo su exhibicionismo visual, pueda igualar el grado insoportable de sordidez que tiene la escena de estrangulamiento de un espía en Cortina rasgada, de Hitchcock, donde uno siente que es, simultáneamente, la víctima y el verdugo, y de la que se emerge al final con un alivio malsano. Los personajes de Ray Liotta o Robert de Niro en Uno de los nuestros no son menos repulsivos ni banales ni sádicos que el de John Travoltá, me desagradan ellos, pero me entusiasma la película en la que aparecen, y si intento razonar por que lo primero que me viene a la cabeza es un argumento estético, el soberano juicio de valor de un aficionado: Martin Scorsese es un gran director de cine, mientras que estoy seguro de que Tarantino es sobre todo un aprendiz joven, entusiasmado, como todo aprendiz joven por las citas y por los géneros, y probablemente malogrado en su aprendizaje del talento por la adhesión prematura e incondicional de los entendidos. Uno de los nuestros es una magnífica película, y Pulp fiction un ejercicio más bien petulante de estilo, y entre sus muchas diferencias hay una cuya mención tal vez encrespe de nuevo a Javier Marías, aunque él la explique con tanta claridad en su artículo: la compasión, en su sentido más literal, el misterio de hacer que el espectador entienda a la vez a la víctima y al asesino, se ponga. íntimamente en el lugar de cada uno de ellos, igual que el director, o el autor de un libro, está en el lugar de cada, uno de los personajes.
Que Javier Manas me sospeche afinidades con Asociación Familiar Española, Apostolado Televisual o instituciones semejantes, es casi apropiado, como que vincule a Tarantino con Hitchcock o con Frank Capra. En primer lugar, el testimonio del rechazo personal está más lejos de la militancia prohibicionista de lo que Javier Marías da a entender. Yo no soy partidario de prohibir Kíka ni Pu1p fiction, ni ninguna otra película, ni de someter a directrices ideológicas estrictas sus contenidos, como se hacía en Hollywood en tiempos del código Hayes y se sigue haciendo en los de la corrección política.. Tan sólo afirma mi derecho a disentir de ese cine, y lo hago no porque deteste la comedia y la risa, sino precisamente por lo mucho que me gustan.
La gran dificultad de la comedia es doble: si no provoca la risa su fracaso es instantáneo, y no hay artificio cultural que pueda redimirla; y justo porque la medida de su grandeza es la. risa sobre las cosas más serias, la comedia juega siempre con fuego, y no conoce término medio entre la carcajada y el aburrimiento, entre lo magnífico y lo deleznable. Digamos que reírse es una cosa muy seria: estando en contra de la pena de muerte, uno se ríe en las escenas más negras de El verdugo. Si, como, dice Borges, el barroco es aquel estilo que actúa siempre en el línea de su propia parodia, no creo incorrecto afirmar que en las mejores comedias la risa se establece justo en el límite de la posibilidad de reírse, o incluso del derecho a hacerlo: justo en ese punto se alza la maestría de To be or not to be, El verdugo o El apartamento. Con frecuencia, lo que hace la comedia es llevarnos a un instante en el que la risa se nos hiela, entre otras cosas porque es posible que descubramos, en medio de la carcajada, que nuestra burla también puede ser cruel e innoble. A mí me duele, igual que a Marías, que un escritor al que admiro tanto como Vladímir Nabokov emitiera consideraciones tan injustas sobre el Quijote, pero le agradezco un libro memorable, Pnin, que trata precisamente de la legitimidad de la burla y de los límites de la risa, sobre todo cuando se cebaban en quien es más débil y dejan intactos los privilegios del que se ríe. A nadie se le puede prohibir que se ría de nada, pero cada cual tiene derecho a juzgar la calidad o la catadura de la risa, incluso a compartirla o no, y no es imposible que igual qué a veces nos avergonzamos de nuestros actos pasados nos sea preciso avergonzamos retrospectivameríte de nuestras carcajadas.
Pero no enuncio dogmas, sino incertidumbres que no me parece fácil resolver. Si es verdad que las potestades de la risa son ilimitadas, y que frente a ellas cualquier objeción de orden moral es inaceptable, ¿cabe la posibilidad de que existiera una excelente comedia nazi sobre el Holocausto, y de que las personas normales se divirtieran viéndola? Yo no sé si es posible dar comicidad al relato de una violación o las convulsiones de un drogadicto con síndrome de abstinencia: de lo que estoy seguro es de que a mí, en Kika, en Pulp fiction, episodios así no me hicieron la menor gracia, de modo que ya no podía percibirlos como escenas de comedia. Que, una gran parte del público, a mi alrededor, se muriera de risa no me producía indignación, sino esa extrañeza, (incómoda, pero no denigrante) que siente uno siempre que se descubre al margen de un entusiasmo mayoritario. Lo que a mi me ocurrió en Pulp fiction fue que me aburrí, porque, si uno es inaccesible a su comicidad, la película le resulta extraordinariamente larga, los personajes carecen, de entidad y los- diálogos tienen una altura equivalente a la de esos chistes escatológicos que gustan tanto a los niños. Mientras me aburría pensaba melancólicamente en la decadencia del cine americano, en su reducción a estratagemas, a citas, a efectos especiales, Y en el contraste alucinante entre el puritanismo sexual de los Estados Unidos y la obscenidad con que se exhibe, se comercializa y se exalta la violencia de las armas de fuego. Pero del aburrimiento ni siquiera llegaba a distraerme esa secreta y reprimida simpatía hacia John Travolta o Samuel T. Jackson de la que Javier Marías, adoptando de pronto una inopinada malevolencia freudiana, me hace sospechoso. Puedo asegurarle que mis posibilidades del experimentar simpatía hacia el John Travolta de Pulp fiction son las mismas que tiene él de sentirse Atraído sensualmente por Paula o Paola o Laura Pabón o Lobón. De cualquier modo, y para evitar, como hace él, cualquier peligro de malentendido, no se me ocurre mejor precaución que, terminar esta respuesta con las missmas palabras que hay casi al principio de su artículo: "Nada me alegra tanto como poder disentir sobre asuntos cinematográficos con un escritor a quien aprecio y con cuyas opiniones a menudo estoy de acuerdo".
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