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Salutación del pesimista

José Álvarez Junco

Permítanme que intente echar unas gotas balsámicas sobre las agitadas aguas políticas españolas. Observando el panorama desde la distancia, y con la perspectiva de quien estudia, por profesión, la evolución política y social del país a través de largos periodos de tiempo, quiero creer que no todos los aspectos de lo que está ocurriendo son desalentadores. Aunque comprendo que, para quienes lo viven como realidad inmediata, y sienten cada mañana el agobio de la dosis diaria de escándalo, la situación es insoportable.Pero piensen ustedes, por ejemplo, que uno de los poderes, el judicial, está ejerciendo funciones de. control sobre el ejecutivo. Lo cual es nuevo en nuestra historia. Y no vale argüir que los motivos del juez, o de los jueces, que llevan la operación puedan no ser altruistas. En eso consiste la división de poderes, pilar fundamental del constitucionalismo liberal-democrático. Unos individuos que posiblemente quieren ante todo mandar más, o ennquecerse, o pavonearse en los periódicos, o sacarse la espina de un antiguo agravio, es decir, que actúan por cualquiera de las mezquinas motivaciones habituales en el género humano, controlan y limitan la natural tendencia a sobrepasarse de otros individuos que, desde otras instituciones de poder, coartan a su vez las ambiciones de sus rivales. La división de poderes está pensada para seres humanos, y para seres humanos que ejercen mando, no para entes seráficos. Y por eso la democracia funciona mal, como decía Churchill, pero menos mal que cualquier otro de los sistemas conocidos; y los ciudadanos de a pie disfrutan en ella de algunas garantías contra la arbitrariedad y la opresión.

En mi opinión, por tanto, la judicalización de la política, o politización de la judicatura, es decir, la entrada de los magistrados en la competencia por el ejercicio del poder, no es una desgracia -ni mucho menos, como a veces se dice, una degeneración de lo que debería ser una pura función profesional-, sino un comienzo de funcionamiento normal del sistema. Y es el primer efecto beneficioso de la crisis que vive el país.

-Pero hay más. La prensa está publicando los excesos de nuestros cuerpos policiales, y los jueces están mandando a la cárcel a sus responsables. Y eso también es nuevo en la historia de España. Se rompe así un pacto no escrito, que viene como mínimo desde el marqués de Ahumada, cuando el bandolerismo y la defensa del nuevo sistema de propiedad en el campo hicieron necesaria la creación de una policía rural que a cambio de su eficacia exigió que no se cuestionasen sus métodos. Exagero un poco, pero no demasiado. Cada vez que alguien intentó inquirir o criticar esos métodos, los portavoces de los poderes sociales se rasgaron las vestiduras, se llenaron la boca con la palabra benemérita y amenazaron velada o abiertamente con el uso de la fuerza; había cosas con las que no se jugaba, y una de ellas era el principio de autoridad. Los mandos policiales y ministeriales, por su parte, colaboraban al mantenimiento de esa situación encerrándose en un bloqueo informativo imposible de forzar. Los historiadores. sufrimos todavía hoy las consecuencias indirectas de esa falta de gusto policial por la información: no hay archivos de la Guardia Civil, cuando podrían ser tan útiles para la historia social del país.

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Ahora, felizmente, parece resquebrajarse esa tradición. De forma inesperada, como el asunto está haciendo pasar apuros a un Gobierno convencionalmente cosiderado de izquierdas, esos mismos medios de la derecha tradicional que en otras circunstancias se mostrarían escandalizados y amenazadores se solazan, e incluso puede suponerse que colaboran, con la aparición de noticias escandalosas sobre los GAL. La situación no puede ser más cotítradictoria, y es particularmente irónico que sea el ministro que por fin ha sustituido a los mandos heredados del franquismo al que le caigan encima las salpicaduras del pasado. Pero dejando de lado nombres y perso:nas concretas, olvidándonos de los caídos en la lucha, hay que reconocer que la causa de la transparencia informativa sobre las actuaciones policiales está ganando una batalla. Otra novedad, pues, y bienvenida sea también.Novedad es asimismo -la tercera- que, a resultas de lo visto, los fondos reservados puedan ser objeto de algún tipo de control en el futuro. Como los anteriores, éste era un abuso que disfrutaba de larga historia. En la España de hace cien años, época cuyas fuentes primarias he manejado directamente, los fondos de reptiles se usaban para fines tan diversos -y, a veces, tan estúpidos- como el soborno de periodistas corruptos o los donativos a centros caritativos por los que el ministro de turno sentía especial devoción. Es seguro que, en momentos más duros, como el del pistolerismo barcelonés de 1917 a 1923, sirvieron también para pagar a bandas paramilitares asesinas. O sea, que en lo ocurrido en los setenta y ochenta no ha habido novedad (excepto en los sobresueldos autopropinados por la cúpula ministerial; eso, francamente, no se les ocurrió a Posada Herrera, ni a Romero Robledo, ni a Romanones, ni a Lerroux; y la suma de sinvergonzonería y de facundia inventiva que acumula esta breve lista es insuperable; pero quizá es que apropiarse, sin más, de los fondos reservados requiere, justamente, muy poca imaginación y, eso sí, un exceso de confianza en la propia invulnerabilidad).

Lo importante, en todo caso, es que, cualquiera que sea el Gobierno que suceda al actual, previsiblemente no se atreverá a hacer mangas y capirotes con esos fondos y a negarse a rendir cuentas por ello. Seguimos, pues, estando de enhorabuena. Eso, por lo que respecta a las instituciones públicas. Pero la moral estatal y la moral social raras veces siguen caminos divergentes, y la sociedad, que también necesita un repaso, puede que se vea igualmente beneficiada por alguno de los efectos de la tormenta actual. No llegará mi ingenuidad a especular sobre si las presiones privadas sobre concursos públicos -amistosas solicitudes de enchufe en oposiciones, ofertas de soborno en contratas- van a disminuir. Pondré un ejemplo realista: cabe que las fuerzas políticas y los sectores de opinión que simpatizan con ETA, y que cobijan su desvarío bajo el pretexto de que España no ha cambiado tras el franquismo, comiencen a considerar que con estos encarcelamientos y denuncias algo, por fin, está cambiando. No muy diferente fue lo que ocurrió con el escándalo Watergate: a muchos que nos considerábamos revolucionarios nos apasionó el caso porque probaba el poco respeto por la legalidad que tenía el propio presidente de Estados Unidos, lo cual confirmaba nuestras inveteradas denuncias contra la falsedad del sistema. Pero también demostraba que las democracias tenían unos recursos para corregir sus propios excesos de los que las dictaduras carecían. Y eso nos hizo pensar y evolucionar a más de uno.

Ahora hay síntomas de que lo mismo está ocurriendo en sectores de Herri Batasuna: dado que los métodos legales para limitar la represión policial están funcionando, "no es el momento" de matar. Bienvenido sea también. Ojalá evolucione de la misma manera el otro sector, ese hombre de la calle o esos adictos a funerales que tantas veces han pedido medidas expeditivas contra ETA y que ahora se escandalizan y vituperan al Gobierno porque se descubren cadáveres. Me temo que son gente de memoria- débil, pero alguien podría recordárselo la próxima vez que griten.

Toda esta ganancia, ciertamente, viene a cambio de un coste muy alto. Un coste, ante todo, en términos de ilusiones políticas y de fe en las personas. Proyectos de reforma en los que creímos han terminado su ciclo. Dirigentes que eran lo más articulado y atractivo que ha presentado el panorama español en mucho tiempo pueden acabar convertidos en paradigma de la falsedad y la corrupción. Lo cual es injusto, porque, como digo, no han sido los inventores de casi nada; su pecado ha sido la debilidad, el no haber sabido actuar tajantemente contra prácticas que venían del pasado. Pero he dicho que no iba a hablar de acontecimientos inmediatos, sino de procesos a largo plazo. Y también desde este punto de vista se puede encontrar un grave aspecto negativo en esta crisis, como es el indudable desgaste del Estado. Pero es que quizá nos hemos identificado con el Estado demasiado pronto. Durante siglos, el Estado ha sido para la sociedad española el padrastro del que sólo recibía golpes y exigencias (el ciclo primitivo de extracción-coacción, como dicen los historiadores), sin cumplir apenas funciones asistenciales ni integradoras de la comunidad. Tras haber salido de la última dictadura con éxito y haber establecido un régimen democrático creíble, pensamos que, de la noche a la mañana, el Estado se había transmutado. Ya podíamos presumir de una familia moderna, de un padre que dirigía la economía, nos consultaba cada cuatro años respetaba la variedad cultural de los hermanos y protegía a los más débiles. Podíamos, por fin, reintegrarnos al hogar, sentir el orgullo patrio..

Y los que más se dejaron imbuir de ese sentido de Estado fueron justamente los jóvenes antifranquistas convertidos de la noche a la mañana en gobernantes. Se identificaron con la institución, se creyeron el excelentísimo señor, descubrieron a la Guardia Civil. Mejor habría sido que hubieran contenido su entusiasmo y mantenido la actitud recelosa y reformista durante algunos años más. Las cosas no cambian por arte de magia. Sólo poco a poco, y si se sabe hacer, se fuerza su evolución. Por eso, por mi radical pesimismo sobre nuestro pasado, creo que el desastre actual, bien administrado, puede servir para iniciar la limpieza de armarios del padrastro hasta ahora intocados.

José Álvarez Junco ocupa la Cátedra Príncipe de Asturias de Historia de España en la Tufts University, de Massachusetts.

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