Otros cien años
Hace años, cuando Felipe era bueno y Alfonso malo, algunos periodistas madrileños expresaban su perplejidad ante la figura de Xabier Arzalluz diciendo que lo malo de él era ser a la vez Alfonso y Felipe. Hay motivos políticos, sin necesidad de recurrir a la demonización, o al diván, que explican esa doble faz del nacionalismo vasco democrático que tan bien encarna su principal líder.Por una parte, saben que el objetivo en nombre del cual nació su movimiento -la pervivencia de la identidad vasca- está garantizado a través de la autonomía. Es decir, lo está en la medida en que lo esté la democracia en España, y no ignoran que nada conspira tanto contra la estabilidad de ésta como la presión del radicalismo nacionalista. Especialmente si va unida a la violencia terrorista. Pero el PNV teme que la consolidación de la autonomía le deje sin misión en la vida, sin objetivos. Más concretamente: que la plena aceptación de la lógica autonomista por parte de los partidos con los que compite desde hace un siglo le deje sin enemigos; sin cuentas que saldar.
Es el mismo vértigo que sintió el Partido Liberal británico hacia 1911, cuando comprobó con asombro que lo esencial de su programa había entrado a formar parte de la legislación positiva del Reino Unido.
Tras la escisión encabezada por Garaikoetxea, hace 10 años, el PNV optó por una política moderada, autonomista. En parte porque el otro había elegido la vía radical, la de la autodeterminación, y en parte porque la pérdida de la hegemonía electoral -del 41% al 23% de los votos- le obligó a una política de pactos. Esa política permitió al partido de Arzalluz asegurar su primogenitura y alejar a su rival: la distancia pasó de 8 a 20 puntos. Pero el afianzamiento de la autonomía, paralelo a su aceptación por la derecha española, por una parte, y al debilitamiento de ETA, por otra, permitieron a las fuerzas no nacionalistas recuperar el terreno que habían ido perdiendo desde 1977: en las generales de 1993 se produjo un empate, y en las autonómicas de 1994 la diferencia entre ambos bloques se redujo de 34 a 13 puntos.
Ello ha hecho que reviva un dilema ya clásico en la historia del PNV: si renunciar definitivamente a planteamientos maximalistas que le impiden agrupar a una mayoría social tras objetivos comunes; o si potenciar un frente nacionalista que haga visible la hegemonía política de esa ideología. Esto último implica buscar un terreno común con EA y HB.Dilema clásico: en 1917 y 1918 la política autonomista adoptada poco antes convirtió al PNV (entonces Comunión Nacionalista) en la primera fuerza electoral del País Vasco. Sin embargo, la evolución de la política española hizo que, por una parte, no fueran atendidas sus reivindicaciones de autonomía política; y, por otra, que las demás fuerzas se reagrupasen en un frente antinacionalista que barrió a la Comunión en las elecciones de 1919. Según el historiador Ludger Mees, ese fracaso del primer intento autonomista serio del PNV provocó en su seno dos procesos contradictorios: "por una parte, radicalización y, por otra, fortalecimiento del posibilismo moderado". El dilema desembocaría poco después, en 1921, en la primera escisión importante del nacionalismo vasco. Arzalluz, en cuya cerebro luchan un carlista de Azkoitia y un profesor de Deusto, encarna esa conflicto, y de ahí que en una misma entrevista pueda afirmar que si los radicales triunfasen él sería un balsero y, a renglón seguido, que los enemigos del nacionalismo quieren que continúe ETA para hacer imposible la reunificación de los nacionalistas democráticos y los otros: de los balseros y los patrulleros. Algunos nacionalistas, vizcaínos sobre todo, piensan que para ganarse a la mayoría el nacionalismo tiene que desligar definitivamente su imagen de la de los tiros, secuestros y encapuchados que hoy se asocia a lo vasco; pero otros piensan que sólo redefiniendo en términos radicales los objetivos nacionalistas se garantiza que éstos no se alcanzarán en mucho tiempo y se asegura, por tanto, tarea para tal vez otros 100 años.
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