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Ángeles multicolores

El poeta checo Ivan Blatny (1910) se hallaba en Inglaterra guando los comunistas dieron aquel golpe de Estado de 1948 En razonable consecuencia, pensé que lo mejor sería quedarse quieto donde ya se encontraba. Eso mismo fue lo que hizo, al tiempo que la propia razón se le iba para siempre de las manos. Desde entonces, se ha pasado la vida en el interior de diversos manicomios ingleses. Pero no da fe en sus poemas de ese monótono trajín ni de su residencia pasiva en esas tierras de nadie, sino de la nostalgia de una Babel aún más confundidora que nuestro desnortado presente, mezcla de lenguas muertas, vivas y pendientes de nacer. Tal vez para que el orden no pueda proclamar con nitidez sus cíclicas victorias. Sin embargo, Blatny muestra el filosofal pedrusco con todo su doble filo: "Hacer algo, ¡qué agobio!/No hacer nada, ¡qué tedio!". Mientras tanto, sueña el poeta con mujeres inalcanzables. Pero sólo le es dado contemplar el atrofiado sexo de las abejas obreras, tan parecido al de los ángeles, cuando se abre "como las florecillas japonesas en el agua". Ha sido Jirí Kolár, artista plástico y poeta, quien acaba de regalarme un librito dé su compatriota Ivan Blatn y, publicado a todo color por el editor y pintor Roman Kanies en Editions K: la K de ambos y la de Kafka. Me despido de Kolár y Kames a las puertas del museo del Prado. Kolár va a entrar en él por vez primera: "Por fin, en un lugar con el que tanto he soñado". Y entra ya, sonriente y tembloroso, con la muy sigilosa picardía de un ángel empeñado en levantarle los vestidos a Las Meninas.

Y, de nuevo, el rumor del que no vuelve: "Hacer algo, ¡qué agobio!/ No hacer nada, ¡qué tedio!". De ahí que Rilke despierte tantísimas envidias entre los poetas, sobre todo en aquellos que no logran creer ni en lo experimental ni en lo experimentado. Pues ya no es que el autor de Sonetos a Orfeo escribiera como los ángeles, sino que tenía un

Úngel en exclusiva, un negro que bajaba a garabatear de continuo sobre sus virginales papeles. ¡Así se puede! Y es que era un ángel que, con un solo movimiento de su frente, alejaba de sí todo aquello que limita y obliga: el hacer, el no hacer y el ponerse a pensar en semejantes cosas. Los ángeles menos dotados, ágrafos y parlanchines, van y vienen más bien porque sí. Y los escritores llegan a entreverlos en muy diferentes posturas. Alberti hizo un catálogo razonado. Dürrenmatí se fijó en la inutilidad de aquél que se fue a Babilonia. Al brasileño Jorge de Lima se le antojó un revuelo surrealista: O anjo. Walace Stevens se topó con un ángel necesario; Buñuel, con uno exterminador; Heinrich Mann, y de paso Josef von Sternberg, con el azul, de muslos perfectos; Pedro Salinas, con el extraviado; Walter Benjamin, con el dibujado por Klee; Cocteau, con el gamberro; Pasolini, con el transgresor; Lezama Lima, con el del Perugino, a orillas del Esgueva; Blas de Otero, con el más fieramente humano o español hasta las cejas; Juan Carlos Suñén, con el que desde Campoamor faltaba; Enrique Lilin, con el llorón. Y el venezolano Andrés Eloy Blanco, acaso pesaroso de su propio apellido, puso Angelitos negros en las bocas de Toña la Negra y de Antonio Machín.

Al margen del color, materia básica de discusión teológica en la Edad Media, los ángeles parecen desaparecer con los profetas y renacer con los telepredicadores. En su hermosa novela titulada El lenguaje de las fuentes, Gustavo Martín Garzo dejaba claro que los dichosos ángeles son criaturas esencialmente perturbadoras. So pretexto de venir a poner orden, todo lo ponen patas arriba. No en balde san Dionisio, en La celestial jerarquía, le dió configuración de ejército. A este propósito, resulta por lo menos pintoresco que todos los padres de la Iglesia (san Alberto Magno, santo Tomás, san Bernardo) tuvieran a este impostor por la máxima autoridad en la materia. Se hizo pasar por Dionisio el Areopagita, el convertido por san Pablo. Pero luego se supo, a partir del siglo XVI, que se trataba de un escritor de origen sirio que, a principios del siglo VI, imitaba a los neoplatónicos y firmaba con el nombre de Orfeo. Él fue el inventor del mundo angélico, donde existen tres jerarquías, teniendo cada jerarquía tres órdenes y resultando así los nueve coros. Y ahora, cuando tantos vuelven del coro al caño, hay que tener bastante ojo con los Angeles apócrifos: son soldados feroces, disfrazados con plumas de paloma. Mas no hay ojo que alga cuando a uno le da por repetir: "Hacer algo, ¡qué agobio!/ No hacer nada, ¡qué tedio!"

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