Miedo a las palabras
Cada vez que hay un atentado, y tras las primeras declaraciones de indignación enseguida aparece alguien proclamando que no hay que tener miedo a las palabras, y que el rechazo a los métodos de ETA no debe implicar temor a hablar de autodeterminación o independencia. Los nacionalistas van más allá y se quejan de que haya quienes aprovechen los atentados para criminalizar sus ideales. "Las ideas no delinquen", afirman.De entrada, es evidente que no es lo mismo utilizar la libertad de expresión para emitir una opinión política cualquiera que para amenazar explícitamente, en carteles o declaraciones, a otros ciudadanos -jueces, políticos, periodistas o ertzainas-, por más que ello se haga en nombre de planteamientos políticos. En un país en el que siempre hay alguien dispuesto a tomarse al pie de la letra cualquier barbaridad, el efecto amedrentador de tales prácticas es tan evidente como la impunidad de que han venido disfrutando sus autores.
Pero además, el respeto a la libertad de expresión para defender cualquier idea política, incluso si es extra (o anti) constitucional, no implica renunciar a criticarla. Especialmente si existe fundamento para pensar que esa utilización puede tener un efecto desestabilizador del sistema democrático o estimulador de la violencia.
El principio de autodeterminación: puede criticarse sobre la base de la experiencia de su aplicación: excepto allí donde se da una gran homogeneidad étnica, no sólo no ha resuelto los conflictos nacionales sino que los ha multiplicado y frecuentemente ensangrentado. Como ha escrito hace poco el alemán H. M. Enzensberger a propósito de la antigua Yugoslavia, el derecho de autodeterminación invocado por los nacionalistas se reduce casi siempre al "derecho a determinar quiénes deben sobrevivir en determinado territorio y quiénes no".
Pero también puede criticarse la utilización concreta de ese principio en la situación actual de Euskadi. Por ejemplo, subrayando la incoherencia de defender un principio que, tomado en serio -separación o no de España-, supondría forzar a los ciudadanos a una opción dramática que escindiría irremisiblemente a la plural Comunidad Vasca actual; y que, de paso, alejaría cualquier posibilidad de integración democrática de Navarra en dicha comunidad (lo que constituye la principal aspiración del nacionalismo vasco no satisfecha).
En la medida en que lo planteen de manera pacífica, los nacionalistas tienen derecho a defender un punto de vista diferente si consideran que ello les permite una mayor capacidad de presión frente al Gobierno central, o reforzar la cohesión de la comunidad nacionalista o cualquier otra ventaja política. Ocurre, sin embargo, que ETA asegura no tener más remedio que recurrir a la violencia porque no hay cauces legales para reivindicar esos objetivos, no contemplados en la Constitución. Por tanto, conviene considerar si verdaderamente se trata de aspiraciones ineludibles, de las que depende la supervivencia de la identidad vasca, como pensaba Sabino Arana y afirma ETA; o si, por el contrario, el marco estatutario garantiza el autogobierno necesario para salvaguardar la singularidad vasca (lingüística, histórica, institucional).
Si la conclusión fuera que, efectivamente, una solución autonómica que permita integrar el pluralismo de la actual sociedad vasca (de origen, lengua, ideología) sin forzar la voluntad de nadie es válida, e incluso preferible a la demasiado arriesgada alternativa de la autodeterminación, ¿no sería un deber moral de los nacionalistas democráticos renunciar a seguir utilizando ese discurso sabiendo que ETA va a interpretarlo como prueba de que el Estatuto no satisface las aspiraciones auténticas de la mayoría de los vascos? ¿No deberían Ardanza y Arzalluz supeditar eventuales intereses partidistas al objetivo de no dar coartadas a los que acostumbran a matar en nombre de esa autenticidad? Y los comentaristas con posibilidades de influir en la opinión pública, ¿no deberían recordar esto y decirlo sin miedo a las palabras e incluso sin miedo a secas?
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