Toreo por todo lo alto
Alcurrucén / Manzanares, Ortega, Aparicio
Toros de Alcurrucén (5º, sobrero, anovillado, de excepcional nobleza, en sustitución de un inválido), desiguales de presencia, varios sin trapío y sospechos de pitones, dieron juego.
José Mari Manzanares: estocada atravesada que asoma, rueda de peones y descabello (aplausos y saludos), pinchazo, otro tirando la muleta, otro en el cuello y descabello (vuelta). Ortega Cano: pinchazo bajísimo -aviso con retraso-, dos pinchazos, rueda de peones y tres descabellos (silencio); estocada (oreja). Julio Aparicio: pinchazo y bajonazo (gran ovación y salida al tercio); media, rueda de peones y dos descabellos (palmas).
Plaza de La Maestranza, 19 de abril. 4ª corrida de feria. Tres cuartos de entrada.
, ¡Toreo, al fin! Después de días, ferias, meses, años, siglos de mediocridades varias, derechazos infinitos e insufribles pegapases, ¡el toreo! Toreo bueno, además. Toreo por todo lo alto. Y como uno no cree en las causalidades, y sí en los astros, el destino, la providencia divina, esto es señal premonitoria de grandes acontecimientos. Una bienaventuraza arrumba, algo insólito va a pasar. Seguro que llueve. A lo mejor nos despertamos y ya está cayendo, agua del cielo, agua misericordia, agüita clara para celebrar que una tarde inesperada -y sin que pareciese venir a cuento-, pisaron el albero de la Real Maestranza tres toreros con lo que hay que tener e hicieron el toreo.
Tres toreros con tres toros. Lo cantó el poeta: una, dos y tres... Tres toreros, con tres toros, en tres versiones distintas del arte de torear. ¿Aquello del toreo uniforme, las faenas calcadas, los toreros clónicos, la vulgaridad pegapasística, la chabacanería sonrojando al rito, que se ha venido prodigando por toda! las plazas cada día de la vida durante los últimos años, como un estigma inexorable, una maldición bíblica? Pues quedó relegado al olvido (quizá tirado a la basura) una bendita tarde de abril en el rubio redondel de la Real Maestranza sevillana.
Bastó que a tres toreros, tres, les rebullera en lo profundo la torería. Y al sentirla hervir en sus corazones, se les desbordó la casta que es propia en los de su oficio. Y vino el toreo, cada cual con su genio, con su estilo y con sus limitaciones también. Julio Aparicio en el tercero de la tarde, José Mari Manzanares en el cuarto, José Ortega Cano en el quinto. Un tramo de fiesta que se desarrolló sin solución de continuidad, lleno de colores, de luces y de alegría.
Bien es cierto que en el otro tramo no hubo tales fastos, pues Manzanares se alivió mucho con el noble toro que abrió plaza; Ortega Cano estuvo a punto de dominar al incómodo segundo pero luego lo mató de mala manera; Aparicio se equivocó con el sexto, queriendo embarcarlo por redondos y naturales de principios, y resultó que, sin doblar ni encelar, ese torito noble se le volvió respondón y no se dejó dar los pases. Lagunas e imperfecciones, no cabe duda, mas poco importan ya; al fin y al cabo, nada hay perfecto.
Nada importan, principalmente, por lo que en el resto de la corrida sucedió. Y fue que Julio Aparicio tomó de muleta un toro reservón por el que nadie daba un duro y lo dominó embarcándolo con un temple de primor, un mando impresionante, una increíble hondura. Si alguien preguntara qué es el toreo ahí estarían esas tres tandas de redondos y los pases de pecho largos y los trincherazos solemnes con que las abrochó. Toreo de parar, templar y mandar, cargando la suerte, ganando terreno ad toro para ligarle los pases y traérselo totalmente encelado y sometido. ¡Y era un manso, reservón y querencioso!
Manzanares puso al público en pie con sus derechazos, naturales, pases de pecho y de la firma al noble cuarto toro, pletóricos de estética. Y si bien es verdad que en todos renunciaba a la ligazón y recurría al zapatillazo -que es fea ventaja; ratonería la llamaban en viejos tiempos-, al público le daba lo mismo pues le enardecía la plasticidad, de sus formas toreras.
Ortega Cano, con el anovillado y excepcional quinto, ensambló ambas concepciones del toreo, y resultó de su creatividad una faena hermosísima, que en al gunos pasajes alcanzó la cumbre del arte. Poco templado en sus ensayos al natural, ejecutó en jundiosas tandas de redondos, en las que aunaba hondura, ligazón y cadenciosa armonía.
Se entregó en el estoconazo, e pitón del toro vencido llegó a rasgarle la taleguilla. Y ese fue otro instante de enorme emoción, que coronaba no sólo la extraordinaria faena sino aquel amplio tramo de fiesta, donde re vivió, ¡al fin!, el toreo bueno, el toreo por todo lo alto que es, en realidad, el toreo eterno.
Caía el sol y sobre los altos de La Giralda pespunteaban unas nubecillas esperanzadoras... Ya es seguro: de esta, llueve.
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