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Estos lodos

Un banco de Barcelona está intentando vender un cuadro de Miquel Barceló. La obra, comprada en los años del boom, le había costado 30 millones de pesetas. Cinco años más tarde, la ofrecen por 12 millones. El posible comprador ha fijado un tope de 8 millones. La operación no se ha cerrado... todavía.El caso es un ejemplo perfecto del largo camino del negocio cultural español hacia la nada. Seducidos por los mágicos años ochenta -en el sentido de que todo aquello que creíamos real no era más que un mero truco perfectamente oficiado- los clientes de la cultura oficial se lanzaron al abismo. Se trataba de construir una colección de moda; por tanto, debía contar con su Tápies, su Chillida, su Saura, su Antonio López, su Eduardo Arroyo, su Barceló, su Sicilia, su Broto, su Susana Solano y su Ferrán García Sevilla. Luego, un grabado de Miró.

Los artistas, sorprendidos ante lo que estaba pasando, se refugiaron en sus estudios; unos a desempolvar viejas obras y otros a intentar concentrarse. Los galeristas, los marchantes y los entendidos, se hicieron los interesantes. En aquellos tiempos se llevaba inaugurar con todo vendido. Recuerdo a un galerista de pro explicando que había lista de espera para conseguir una obra de Fulanito. La carrera por completar la colección perfecta -la que cualquier yuppy o cualquier empresa que se preciara debía tener- provocó la histeria. Dado que no se podía comprar en galería, la fiebre coleccionista se trasladó a las salas de subastas. Los precios se dispararon y los compradores esnob tejieron su propia soga y cavaron su propia tumba. No tienen nadie a quien reclamar. Ellos fueron, a la vez, criminales y víctimas.

En aquella época mantuve alguna conversación con Barceló. En las exposiciones, sus cuadros nunca pasaban de -10 millones de pesetas. Ese era su precio. El pintor asistía atónito a la carrera de sus admiradores hacia las salas de subastas. Él, ni participaba del negocio -que siempre era de terceros-, ni lo fomentaba. Su aversión a las apariciones en público; su negativa a tener tratos con la prensa, salvo en momentos en los que presentaba nueva obra; sus retiradas en África y sus espantadas en inauguraciones, son coartadas suficientes para exculparle. Como otros muchos casos, la especulación es un fenómeno ajeno a los creadores, que además raras veces se benefician de esas sorprendentes escaladas de precios. Mientras el mercado jugaba con sus cuadros, Barceló se dedicaba a editar un maravilloso libro para ciegos, con dibujos en Braille, y se pasaba las noches de los sábados cantando en los bares de Pigalle o hablando con sus amigos de Dago.

Aquellas locuras de los años ochenta han dejado una enorme confusión. En un país sin verdaderos coleccionistas, la llegada de una excursión de nuevos ricos que buscaban el prestigio social a través de los cuadros, logró poner patas arriba el orden establecido. La relación natural con el arte -en la que se suponía que antes de la compra había libros, críticas, visitas a exposiciones y consultas a la almohada- fue sustituida por un frenesí que obligaba a comprar los cuadros por teléfono. Los artistas más jóvenes cayeron en la trampa y entre ellos se puso de moda vender (lo que antes nadie compraba) a millón; los más maduros también fueron víctimas del espejismo. Galeristas y marchantes vivieron momentos de éxtasis, que rayaban en lo patético, cuando no en lo macabro, como el caso de una galerista compungida, que proclamaba en Arco que aquellos arroyos podían ser los últimos, porque el artista se debatía entre la vida y la muerte víctima de una peritonitis; Eduardo Arroyo, afortunadamente, salió del trance aunque fuera a costa de estropear el negocio de aquella buena señora.

Ha pasado tan absurda locura y cinco años más tarde muchos de los que entraron en el mercado del arte sin pasión tienen colgados en sus casas cuadros que no entienden, pero por los que fueron capaces de pagar cifras astronómicas. Los más afortunados (o los mejor aconsejados), pueden esperar, el paso del tiempo les redimirá de su pecado. El resto seguirá buscando compradores imposibles. Las galerías, mientras tanto, están vacías. La fiebre del arte expulsó a los amantes de la creación, que, horrorizados por lo que estaba pasando, no pudieron resistir la humillación de los que entraban solamente a mirar.

De aquellos polvos han venido, naturalmente, estos Iodos.

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