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Tribuna:LA BATALLA DE BARCELONA
Tribuna
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Capital de una nación

Volver a Barcelona después de tantos años tratando de conquistar en Madrid una posición política propia tiene todo el aire de una derrota. Sean cuales fueren sus méritos personales, su capacidad parlamentaria, su talante moderno, negociador, Miquel Roca ha logrado transmitir la impresión de que es, sobre todo, un político perdedor, que se enreda en los momentos decisivos. Y así, mientras su estrella rutilaba en Madrid, Pujol construía un poder propio, personal, a partir de una Generalitat que en sus primeras horas no contaba más que con un puñado de fieles colaboradores. Cuando se ha querido dar cuenta, Pujol es Cataluña y él un forastero extraviado.Años de brillo en Madrid, años de retroceso en Barcelona: Roca habrá cumplido así el ciclo contrario al de la tradicional carrera política española que consistía en labrarse un poder local con objeto de pegar luego el salto hasta la capital del Estado. Los políticos con éxito iban a Madrid, no se marcha ban de ella. En todo caso, si se marchaban eran sólo de mentirijillas, para afianzar su cacicazgo local con objeto de reforzar su posición en la capital. Barcelona, sin embargo, es otra cosa: nunca ha exportado -o sólo a cuentagotas- sus políticos a Madrid. Barcelona no es Ferrol ni Sevilla, es decir, y para que no se entienda mal, nunca ha enviado a Madrid a nadie comparable a Pablo Iglesias o a Felipe González.

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La razón es muy simple. La dualidad que Madrid y Barcelona comparten de antiguo en la cumbre de la jerarquía urbana de España es buena prueba de que Barcelona no puede entenderse históricamente como una capital más del conjunto español. No es tampoco cuestión de contraponer arbitrariamente una y otra capital, como si Madrid fuera la capital del funcionariado y de la clase ociosa y Barcelona la de la burguesía y la clase laboriosa. Todo eso son triviales generalizaciones, pues si Barcelona hubiera sido la capital que algunos imaginan no habría dejado escapar la oportunidad de haberse convertido en el verdadero centro financiero de España, como lo es Milán de Italia, dejando para Madrid la función que Roma desempeña en la vecina península. No; las cosas y la historia, son algo más complejas. La fuerza actual de Barcelona no radica en que sea burguesa frente a un Madrid de señoritos, hacendosa frente a un Madrid de vagos, mediterránea y comercial frente a un Madrid mesetario y rural. La fuerza de Barcelona radica en que es capital de una nación. Radica, pues, en un hecho de cultura, más que en una determinación económica o geográfica.

Pero ese hecho de cultura, de identidad, se ha convertido en el hecho político por excelencia de este fin de siglo. Cuando alguien se embarca en el proceso de construcción de una nación y dispone de una capital desde la que afirmarla, las tramas de poder se trenzan en función de ese hecho fundamental. Pujol lo entendió desde que un día, perdido ya en la bruma mitológica pero que fue ayer mismo, bajó de la montaña sagrada, de Montserrat, a la que había subido para crear su partido, hasta la plaza de Sant Jaume, donde vino a establecer su primera sede de poder. Desde entonces, a Pujol sólo le interesa Madrid en la medida en que a través de su relación privilegiada con la capital de España afirma su poder y amplía su mercado político en la capital de Cataluña.

Se entiende, pues, su anhelo de engarzar esa joya que es Barcelona a la corona de su nación. Sólo le queda ya cruzar la plaza y subir en volandas al balcón del Ayuntamiento. En esas está, aunque como siempre sin prisas. ¿Qué importan cuatro, ocho años más cuando se tiene toda la historia por delante? Pujol gana en cualquier caso, pero su felicidad sería plena si los socialistas cayeran, sólo lo justo para no perder por ahora la alcaldía de Barcelona. La conquista de la capital es el último peldaño que le falta para construir una nación a su medida: un empeño demasiado trascendente como para abandonar su gloria a un político que regresa de Madrid.

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