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Un adiós en el Palace

Antonio Muñoz Molina

En su dietario madrileño de 1921 cuenta Josep Plà que el hotel Palace era la sede de los negociantes y de los tribunos cata lanes en Madrid, su base de operaciones, la lonja donde se encontraban y se cruzaban y adonde acudían en circunstancias de crisis para buscar noticias. En el vestíbulo y en la rotonda del Palace, donde un Plà de 23 años asediaba con urgencias juveniles de reporterismo al pomposo don Francesc Cambó, todavían deambulaban próceres catalanes de la política y de los negocios, y es frecuente que se les note un aire de desconfianza o de incógnito, como si hubieran viajado desde Barcelona para una transacción muy confidencial y muy seria y prefirieran llevarla a cabo en ese territorio alfombrado y neutral, no en la cruda intemperie administrativa de Madrid. Decía Plà que el Palace era el hotel de quienes querían llegar a algo grande en la vida y el Ritz el de quienes ya habían llegado, y la verdad es que si uno se sienta un rato a leer el periódico o hacer como que espera a alguien en los vestíbulos de esos dos hoteles comprueba enseguida que Plà tenía razón.

En el hotel Palace vivió los últimos años de su vida Julio Camba., que fue, junto a Plà, uno de los grandes escritores de periódico de los años veinte y treinta, otro de esos cronistas que transmitían, desde Nueva York o Londres o París sus relatos maravillados e irónicos sobre los adelantos del mundo moderno. Esa casta de escritores prácticamente se extinguió con la guerra civil, y Camba y Plà, que habían viajado y admirado tanto, se refugiaron en un sedentarismo desengañado, aun perteneciendo como pertenecían los dos al bando de los vencedores: Plà en su masía del Ampurdán, Camba en su habitación del hotel Palace, ya inmovilizado en un escenario de viajes internacionales, fosilizado en su anacronismo de periodista de los tiempos del jazz, de la Sociedad de Naciones y del Orient Express.

Por el hotel Palace circula de vez en cuando la figura alta y rigurosamente vestida de negro de Pere Gimferrer, tan forrado de guantes, sombrero, abrigo y bufanda, como Rains en aquella película de El hombre invisible. En el Palace, consulado y lonja de asuntos catalanes, tiene su sede con frecuencia un asunto tan principalmente catalán como la industria literaria española. Los editores se cruzan y se saludan con los diputados, atareados los unos y los otros en sus diversos conciliábulos, en su prisa laboral y catalana por terminar cuanto antes y regresar a Barcelona en el puente aéreo.

En la rotonda del Palace solía citarme mi editor Rafael Borrás cuando viajaba a Madrid. Trabaja como director literario en la maquinaria editorial más poderosa del idioma español, pero con el ocurría lo que casi nunca ocurre con los literatos, que era posible hablar únicamente de literatura, de libros antiguos y también de libros que no existían aún, porque Rafael Borrás era un editor que sabía adivinar los libros todavía no acabados, que los leía de antemano con una impaciencia de lector codicioso, que los aguardaba y preguntaba por ellos con la misma inusitada buena educación con que le preguntaba a uno por su mujer o por sus hijos.

Si hablo en pasado es porque acabo de enterarme de que a Rafael Borrás le han cesado en la editorial Planeta, o se ha ido él, al cabo de más de 20 años de trabajo, de viajes a Madrid, de conversaciones en voz baja en la rotonda del Palace sobre libros viejos o libros todavía inexistentes que en parte llegaban a escribirse porque él quería leerlos y editarlos, con tenacidad y paciencia, con acento y empeño catalán. Habría que averiguar cuántos de los libros más celebrados de las dos últimas décadas tuvieron en su origen o en algún pasaje de su escritura alguna sugerencia, alguna invitación de Rafael Borrás. Sin abrumar a nadie con elogios ni con expectativas mareantes de celebridad a de ventas, en sus palabras, escritas o habladas, ha habido siempre un tono serio de verdad.

La última carta que he recibido es una carta de adiós, me he acordado al leerla de la atención con que me oía contarle, el verano pasado, en la luz limpia y matinal de la rotonda del Palace, un libro que yo no había terminado de escribir, pero que él ya parecía estar leyendo, y de otra conversación posterior sobre memorias de la segunda, República, sobre Indalecio Prieto, Miguel Maura y Juan Negrín. En la sociedad literaria española lo más común es que las personas parezcan o finjan ser más de lo que son, más cultas, más inteligentes, más rebeldes, más apasionadas, más políglotas. A Rafael Borrás le sucede justo lo contrario: que es más y sabe más de lo que parece. Cuando nos citábamos en el vestíbulo del hotel yo le notaba un aire de espía o agente doble catalán en la mundanidad literaria y política de Madrid, un espía de barba encanecida y modales suaves que fuma cigarrillos light y bebe coca-cola a un ritmo sorprendente. Ahora se ha ido o lo han jubilado antes de tiempo como a los espías maduros y desengañados de las novelas, pero yo no puedo creer que vaya a, quedarse mucho tiempo inactivo, que una industria editorial tan sobresaltada y escuálida como la española pueda permitirse el lujo de prescindir de Rafael Borrás.

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