Hielo
La semana pasada nació en Londres una niña concebida cinco años antes, de forma artificial. Pero como los padres no encontraron entonces un cuerpo adecuado para la criatura, mandaron congelar el embrión hasta que al cabo de cuatro años apareció una madre de alquiler que les subarrendó un útero con derecho a cocina. Así que antes de nacer la niña había pasado previamente por un tubo de ensayo, un congelador y por la matriz de una señora, a la que no conocía de nada. Qué aventura; el parto debió de parecerle un juego de niños.Lo que yo me pregunto es si a esta niña, de mayor, se le notará lo de haber estado congelada tanto tiempo. ¿Se acatarrará con más facilidad? ¿Dejará helados a los hombres al mirarlos? ¿O, por el contrario, el hecho de venir del frío, como el espía de Le Carré, hará, por reacción, que su temperamento tienda hacia las soluciones cálidas? Es un misterio. En cualquier caso, lo cierto es que si a mí me dicen un día mis padres que tuvieron que guardarme en un congelador más de 40 meses, hasta que encontraron un útero en el que meterme, me quedo helado, porque, sabiendo cómo son con el dinero, seguro que me metían en uno de protección oficial, sin calefacción. Aunque lo del útero no me importa tanto, la verdad: he vivido en sitios sin agua corriente ni líquido amniótico central.
Lo que no puedo soportar es la idea del congelador, me muero. Además, con esos antecedentes, en el colegio me habrían apodado el hombre de hielo, un héroe de comic que andaba siempre con miedo a derretirse, cuando yo no he aspirado a otra cosa en la vida que a la licuefación. Así que siento lástima por esta niña a la que nadie podrá quitar el hielo sin atentar contra sus orígenes. Sin duda, ha sido un gran paso para la genética, pero un salto atrás para la fusión en frío.
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