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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Dobles raseros

ARABIA SAUDÍ ostenta un nada envidiable récord de ajusticiamientos, con 61 casos de aplicación de la pena capital sólo en lo que va de año. La existencia de la pena de muerte en los ordenamientos legales de numerosos países ésta aún muy extendida, desde luego. Ahora ha sido ejecutado allí un reo acusado de homosexualidad. Y nadie parece alzar la voz en Occidente contra estas prácticas de aquel Estado aliado y protegido.No sólo la facilidad para condenar y ejecutar llama a escándalo, sino la vastedad de supuestos por los que sus súbditos -que no ciudadanos- pueden pagar con la vida. El hecho de que el Corán, la revelación divina que recibió Mahoma, diera en condenar la homosexualidad no constituye base suficiente para que hoy, en un contexto mundial impensable hace 12 siglos, pueda darse legalmente semejante, barbaridad sin consecuencias.

Arabia Saudí es un Estado rigurosamente islamista, extremo en sus pronunciamientos sobre la observancia de la sharia o ley santa y civil del islam. Pero siendo un Estado integrista islámico es, sobre todo, una dictadura feudal, en la que algunos millares de príncipes son los señores de horca y cuchillo de todo un país, en el que no existe la menor garantía legal para nacional ni extranjero y reinan la arbitrariedad y la corrupción. Donde apenas se ha hecho, a finales del siglo XX, la distinción entre el dominio de lo público y el capricho personal de la dinastía.

En Arabia Saudí no mata la religión, sino la situación política. El islam, uno de los tres grandes credos monoteístas, junto con cristianismo y judaísmo, es un cuerpo doctrinal susceptible de muy variadas interpretaciones. Lo que se hace en su nombre lo hacen hombres en su tiempo y su circunstancia, no la palabra sagrada.

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Y precisamente por esto, el régimen de Riad no tiene por qué gozar de patente de corso en Occidente para su conducta atentatoria contra principios básicos de un Estado civilizado. Ni Arabia Saudí ni Kuwait ni otros regímenes de la región han dado un solo paso en el sentido de la pretendida democratización que se anuncié cuando se trataba de explicar la solidaridad con estos feudalismos durante la guerra del Golfo. Va siendo hora de que Occidente, y Washington en primer lugar, ejerza su presión para que los intereses estratégicos no choquen tan flagrantemente con los principios básicos de humanidad.

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