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Tribuna
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Redescubrir a un maldito

Dentro del esfuerzo que últimamente se está emprendiendo de relectura crítica de la vanguardia histórica, resultaba imprescindible volver sobre el Derain "maldito", una excursión nada sencilla, porque lo que la historiografía ortodoxa del arte de nuestro siglo había puesto bajo sospecha era casi los 40 años de su madurez personal y artística; a saber: todo lo que hizo prácticamente desde 1915 hasta su muerte, acaecida en1954. Teniendo en cuenta que André Derain había nacido en Chatou el año 1880, y que durante la primera década de nuestro siglo nadie ha dudado que fue, junto a Picasso, Matisse y Braque, una de las inteligencias más preclaras de entre los que pusieron en marcha la dinámica vanguardista contemporánea, esta súbita caída en el abismo del desprecio y el olvido afectando a las tres cuartas partes de su actividad creadora resultaba cada vez más difícil de explicar.A un artista masacrado por la dogmática histórica no se le rescata, empero, así como así; hay que desplegar su obra, con todo lujo de detalles, ante la mirada que ya se ha frotado previamente los ojos. Esto es lo que se ha hecho en la admirable retrospectiva del Museo de Arte Moderno de París, y esto mismo, con una inteligente reducción sintética, dictada por las exigencias de las salas del Museo Thyssen y, quizá también, por las de nuestro público, es lo que ahora mismo se nos presenta en Madrid, ciudad donde, no hace falta decirlo, los Derain brillan desgraciadamente por su ausencia, salvo, naturalmente, y una vez más, en lo que se refiere al cuadro El puente de Waterloo, de 1906, que atesora la propia colección Thyssen.

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Los colores salvajes de Derain llegan a Madrid

Clásico

A pesar de su sintética reducción, la muestra madrileña tiene la virtud no sólo de presentar todas las etapas significativas del artista francés, sino, sobre todo, la de preservar el pathos, el alma negra, de este, por lo demás, gran clásico. Esta virtud es, desde mi punto de vista, fundamental, porque el clasicismo de Derain está configurado con la misma entraña negra que el de Poussin: es dramático y alucinado, es arrogante y perverso, es, en definitiva, complejo. Se trata de un artista que parece girar, de principio a fin, sobre una misma obsesión recurrente, aunque, a veces, se oculte durante años, pero para rebrotar, súbita e inesperadamente, con total virulencia.

Así, por ejemplo, uno admira con estupefacción su célebre composición de La danza (1906) y hete aquí que rebrota el asombroso desafío, casi en la forma de locura de obra maestra absoluta, 30 años después, con La edad de oro (19381946). Están estas dos piezas capitales en la muestra, como el conjunto de las obras fauvistas y cezanneanas del Derain "ortodoxo", pero también están los oscuros vericuetos de su posterior y apasionante meditación en solitario.

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