Sobre la tortura y otros males menores
No sabemos quiénes fueron. No sabemos qué nombres tuvieron eystos dos cadáveres antes de ser lo. Tenemos sospechas que. no bastan, conjeturas insuficientes. La certeza científica es lenta y la judicial mucho más. Tampoco sabemos quiénes lo hicieron. En este segundo punto no caben certezas de laboratorio, microscopio, ADN y análisis infalibles, sino la siempre imperfecta certidumbre judicial. Éste es, pues, el momento del anonimato, y por lo mismo tiempo oportuno para condenas puras e incondicionadas, porque no teniendo ahora nombre conocido ni los criminales ni sus víctimas, la condena actual, mi condena, es doblemente indeter minada. Sean quienes sean los futuros receptores de la sentencia judicial y fueran quienes fuesen los hombres vivos que tuvieron estos cuerpos antes jóvenes y hoy despojos calcinados y casi deshechos, éste es el momento de pronunciar y escribir palabras condenatorias que creíamos ya innecesarias.En la macabra secuencia del secuestro, la tortura, la mordaza y el tiro en la nuca, lo peor es la tortura. El secuestro es el comienzo perverso que anuncia males peores. El tiro es, quizá, descanso. El remate final de la fosa mal hecha, el enterramiento precipitado y la cal viva como materia arrojada con voluntad de destruir la memoria objetiva, es ya torpeza inútil y ensañamiento tardío que no duele. Lo peor es la tortura, porque es la escena central que da sentido a todo el drama. Se secuestra para torturar, para obtener información a cambio de dolor y miedo al dolor, y se amordaza la boca cuando ya sólo pronuncia insultos y quejidos. La mayor vileza imaginable es la tortura, porque consiste en la negación del hombre como ser que vale por sí mismo, sea quien sea, e implica su sustitución por un instrumento sufriente que sólo sirve para contestar y padecer. La tortura es sufrimiento calculado, administrado con odio y con cuidado para que el cuerpo aguante y no se muera aún del todo, sino poco a poco, de manera que la voz pueda pronunciar palabras que informen y delaten antes de ser amordazada.
La tortura degrada, humilla y destruye. El torturador se degrada porque su absoluta falta de. respeto a la víctima se vuelve contra él y lo deshumaniza. El horrendo espectáculo de la tortura apenas tiene algo de humano, porque el hombre que es víctima ha sido convertido en cosa por los administradores de su dolor, y éstos se transforman en seres diabólicos que fueron hombres antes de perder su dignidad. Sólo es humano el sufrimiento del torturado, humillado y ofendido. Por eso no podemos soportar la imagen de unos hombres torturando a otro sin sentimos también ofendidos. Por eso no importa tanto conocer el nombre de las víctimas como el de los torturadores, que antes fueron secuestradores, después asesinos y en todo momento cobardes criminales, despreciables seres infrahumanos, escoria.
Hay crímenes que no se pueden esconder debajo de la alfombra de cal viva, sean quienes fueren sus autores.. No importa si su tardío descubrimiento es en gran parte casual, como parece en este caso, o no. Da igual. Lo fundamental es que hubo dos hombres secuestrados, torturados, amordazados y asesinadios, y que de ese crimen atroz sólo nos puede redimir a todos el justo castigo de una sentencia judicial condenatoria y firme.
Muchos ciudadanos tenemos la sensación de que el clima, que respiramos debe cambiar. Pero no es fácil conseguirlo mientras surjan del frustrado olvido hechos así. Aún no es posible el silencio, ni menos aún es posible limpiar la memoria colectiva sin una sentencia judicial condenatoria y firme. O tal vez más de una.
Todo esto es tan evidente que el lector puede preguntarse por qué hay que decirlo. ¿Por qué hay que escribir palabras de horror y de condena repitiendo principios elementales y en defensa de derechos fundamentales? En mí caso, por dos motivos personales y por más de una razón de validez general.
Los motivos subjetivos, al menos los míos, quizá carecen de interés para los demás ciudadanos, pero para mí son importantes y, desde luego, confesables. Creo que quienes hablamos y escribimos contra la tortura en otro tiempo, pero en este país, no podemos callar ahora, no podremos guardar silencio nunca. No puedo dejar de decir ahora con más claridad que antes, porque entonces lo hice utilizando el lenguaje, apenas tacitista de la historia, lo que dije y escribí contra la tortura durante el franquismo en 1970 y 1973. Si callara, alguien podría pensar que mi silencio era benévolo, parcial o circunstanciado. Como pienso que hay pocos actos, si es que hay alguno, tan perverso en términos absolutos como la tortura, no relativizo ni callo mi condena. Ni antes, ni ahora.
El segundo motivo personal es más delicado. Hace algunas semanas dije y escribí mis dudas acerca de la imparcialidad objetiva de un determinado juez en un determinado sumario. No sé si tengo razón, aunque creo que sí, y también sé que argumenté mi posición en forma respetuosa y razonable. Me han censurado por ello desde las páginas de este periódico en términos que me parecen inaceptables y que me duelen por venir de personas con quienes siempre he mantenido relaciones de amistad. Javier Pradera (véase EL PAÍS, El humo del delito, del 15 de marzo) habla de "una campaña de hostigamiento lanzada contra Garzón por un tropel de ex ministros, presidentes de comunidad, parlamentarios socialistas, ex presidentes del Tribunal Constitucional y altos cargos del Gobierno, sedicontes poseedores de la imparcialidad y la objetividad necesarias para conceder o negar tales cualidades a los miembros de los tribunales que juzgan a sus amigos o correligionarios". El párrafo es muy duro, y como soy el único ex presidente del Tribunal Constitucional vivo, me siento, aunque no. nombrado, sí aludido.
Contesto: nunca en mi vida, ni ahora tampoco, he intervenido en campaña alguna, ni he interpretado partituras ajenas, ni he actuado, ni actúo en ejecución de instrucciones de nadie, ni he hostigado a ningún juez, ni tampoco al citado. Me sobran independencia y argumentos para decir sólo lo que pienso y lo que yo solo es decir, por mí mismo- pienso. Si hay otras personas, y en este caso las hay que coinciden no conmigo, ni yo con ellas, sino con lo que pienso, he ahí un dato a interpretar o bien de forma malévola, como ha dicho Javier Pradera, o como síntoma de que la opinión no es disparatada. No me creo en posesión de más imparcialidad y objetividad que las necesarias para pensar y escribir con honradez y con razones. Por lo demás, como debiera saberse, la imparcialidad objetiva". y su pérdida son conceptos acuñados por la jurisprudencia del Tribunal de Estrasburgo y del Tribunal Constitucional español, compatibles con la intencional imparcialidad o imparcialidad subjetiva del juez, que yo no he puesto en duda. En términos semejantes se refería a mí otro amigo, Jaime García Añoveros (EL PAÍS, 2 de marzo, La doctrina oficial). Quizá hubiera sido mejor que ambos, en lugar de hablar de campañas o doctrinas supuestamente oficiales, hubieran aducido razones contra las mías. ¿Han repasado mis críticos las sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en los casos Piersack, De Cubber o Halischíldt? ¿Han releído la sentencia del Tribunal Constitucional 145/1988 y las muy numerosas concordantes y posteriores hasta llegar a la recientísima de 17 de marzo de 1995? De eso se trata, de esa jurisprudencia, no de falsas campañas ni de otras doctrinas. Termino mi contestación: no tengo amigo alguno sometido a enjuiciamiento ni a prisión, ni menos "correligionarios", tanto si interpretamos la expresión literalmente como si la entendemos en sentido figurado, pero me preocupa que en la instrucción de todo sumario se respeten los derechos fundamentales de todos los imputados. Entre otras razones porque si la instrucción no se hace en todo caso con escrupuloso respeto a aquellas garantías, puede desembocar en una sentencia susceptible de ser anulada por vulneración de alguno de los derechos amparados por el artículo 24 de la Constitución. Si yo admito. y respetó la independencia de criterio de los señores. Pradera y Añoveros, ¿por qué no respetan y admiten ellos la mía, cualesquiera que sean sus preferencias ideológicas y las mías, que nunca niego y nunca me han creado vínculos de dependencia que ellos imaginan?Ni yo atribuyo la culpa de las malas noticias a quienes las hacen públicas, ni pienso que todo sea cuestión de clima., A mi también amigo Antonio Elorza (EL PAÍS, El camino del agua, 17 de marzo) no le gustan mis metáforas sobre el clima y el "periodismo apocalíptico", lo cual es inobjetable por mi parte. Lo que no me parece justo, querido Antonio, es que reduzcas a caricatura mis críticas, ni que me incluyas, como parece, entre los insensatos que cierran los ojos ante cuanto está pasando. Podría suceder que con los ojos bien abiertos pidiera sosiego donde no lo hay, sin por ello negar el horror donde existe. Esto último lo he hecho en otro artículo de esta misma página (EL PAÍS, ¿Qué pasa aquí 22 de enero) y lo repito en el de hoy.
Esto enlaza con lo que me he permitido calificar como razones objetivas que justifican el hacer pública mi condena contra la tortura. El hecho de formularla en términos tan inequívocos y absolutos tal vez me autorice, incluso ante los ojos de algunos críticos, a añadir lo que sigue.
En la condena pública, en la investigación policial y en la instrucción judicial de las atrocidades que ocupan nuestra atención, no vale todo, porque nunca vale todo en el mundo del Derecho, que es el de los límites y las garantías, y porque el horror, la indignación y en su caso la venganza son malos consejeros. No valen las bombas incendiarias de energúmenos airados contra coches de policías, ni los sacos de cal en un escaño parlamentario, que son burdas provocaciones, ni valen tampoco condenas precipitadas contra determinadas instituciones o personas, ni es admisible en este caso ni en cualquiera de los atribuidos al GAL dar por cierto lo que es sospecha, ni emplear contra personas determinadas expresiones calumniosas. La cordura y la condena deben ser compatibles. El furor persecutorio no es lúcido, y en estos momentos se debe investigar e instruir sin que se alienten odios, ni se aceleren imputaciones prematuras. La espiral del odio y la violencia puede conducimos en breve a situaciones muy peligrosas. Sin benevolencia alguna para quienes resulten ser torturadores y asesinos, conviene que estemos prevenidos para no condenar mañana o pasado a quienes parezcan sospechosos, y que estemos dispuestos a pedir respeto para los derechos fundamentales, en especial las garantías procesales, de cualesquiera imputados. El precepto de la Constitución donde se dice que todos tienen derecho, entre otras especificaciones, a un proceso "con todas las garantías" obliga a mucho. Para respetarlo y para atenerse al también derecho fundamental al juez ordinario predeterminado por la ley no tranquiliza mucho el espectáculo de las pugnas entre jueces que se creen competentes sobre un mismo caso.
Todo esto que acabo de escribir es también evidente, pero se olvida con demasiada frecuencia, porque nos estamos acostumbrando peligrosamente a dar por bueno y verdadero el proceso, no paralelo sino simultáneo, que se lleva a cabo desde algunos medios de comunicación, de tal manera que el otro, el judicial, sólo resulta admitido si viene a confirmar las inapelables sentencias del primero. Al señalar este fenómeno, ni soy original, ni atento contra la libertad de expresión, ni defiendo a supuestos "correligionarios", ni hostigo a juez alguno. Indico tan sólo la creciente infravaloración de las garantías formales del proceso recogidas por la Constitución en la que algunos incurren, y lamento el abuso consistente en lo que podríamos llamar fruición condenatoria a personas determinadas, creando así una tensión agobiante que no es buena ni para la administración de justicia, que debe ser fría, ni para la vida política en general.
Se me dirá, y con razón, que estos males son menores en relación con otros que yo mismo acabo de calificar como absolutamente perversos. Pero no por ello dejan de ser males y de encerrar un peligro sobre el que conviene llamar la atención, aunque quien lo haga corra el riesgo de que algunos le atribuyen lo que no ha dicho ni ha hecho y otros lo censuren por no haber dicho lo que ellos hubieran querido decir.
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