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Tampoco en Rusia

Si aquí jurar sirviese para algo, yo incluso juraría que tengo por amigo a un notable filósofo extremeño al que le da por reducir la imagen activista de cualquier escritor al uso, perfilada de hecho con ejemplos fe roces, a una tensa manía, de cepa ciclotímica, consistente en seguir repitiendo, sin maldito rubor ni celestial respiro, cosas como que el mundo es un pañuelo, que el presente es eterno o, en fin, que la curiosidad es levadura, salvo en la artesa de este artero Papa (Evangelium vitae), para que crezca y cruja el amor ciego. Cosas así; más propias del doctor Marañón, que iba de escritor, que de Valle-Inclán, que iba como una moto. Cosillas, sin embargo, que al instante se anudan ("¡qué cosas dice!"), se conglutinan ("¡qué razón tiene!") o, cambiando de género y estilo, levantan bien hechoras ampollas ("¡qué bien lo dice!"). Mas quien escucha monsergas tales de labios de mi amigo, filósofo extremeño, se agarra al salvavidas de un pensamiento digno, equiparable al que reflejaría una madre rural, de las de antaño, con estas contundentes palabras: "Entender lo, yo no lo entiendo; pero sé que se mete con alguien". Consolado con eso, ahora el que escucha avanza por donde aquí se puede: entre legajos históricos que desean cambiar de ganadería, cadáveres pasados de rosca, sotanas del armario del cura Apeles, dudas metódicas sobre el lugar idóneo para pasar Semana Santa a solas y telefónicas preguntas de temporada alta: "¿Te gustaría participar en un curso de verano en tomo a la muerte de la poesía?". Y cuando me dispongo a pedirles que en ello esté presente Javier Solana, que delegaría en Delfín Colomé, el amigo de Badajoz se me presenta en casa con una gran torta de queso y una bandeja de bartolillos. Dimos cuenta del queso. Volvimos a charlar del asunto dichoso de la escritura. Y luego, a la hora de los postres, que es cuando imaginamos algunos que ya vamos al grano, tuve la sensación canadiense de que aquella voz filosófica, extremeña y amistosa iba a arrepentirse en privado de todas sus teorías reductoras sobre los escritores. Una vez más, me equivoqué del todo. Él dijo lo que dijo de un tirón: "A los escritores españoles les falta capacidad de transgresión". Casi se va la luz. Porque esas cosas duelen y, al mismo tiempo, te sitúan en el epicentro de la guarrindonga nostalgia. ¿Cuánto no habrá llovido desde que la palabra transgresión animaba coloquios en colegios mayores? La garganta, que suele tener forma de herradura imantada, ha vuelto a conocer el sabor de la arena al pronunciarla en eco consentido. Y, abusando de mi estupor, se puso a divagar el filósofo sobre la urgencia de promover el aprendizaje del baile de la jota en las escuelas, igual que Carlos Menem ha ordenado que en todos los colegios argentinos se den clases de tango: "Los que no quieran Religión, y ni siquiera Ética, que le den a la jota". Después me habló, como lo oyen, de las muñecas Barbie, puesto que, al parecer, en Malaisia las han prohibido los musulmanes porque los niños se transformaban en obsesos sexuales ante esa rubia de largas piernas de plástico. Lo peor de mi amigo es que no deja de tener también, aunque filósofo y extremeño, ese tic nacional que consiste en decir de cuando en cuando: "¿Y tú, qué opinas?". Entonces fui y le dije que sí, que acaso lo que falta es transgresión en la escritura, pero que, en ese campo, la competencia es mucha. Para transgresión, por, ejemplo, la del bombero que al final resultó que era el autor de una docena de incendios. Porque, la verdad, después de celebrar el centenario de Dashiell Hammet, aquí ha calado hondo la atracción por lo más prohibido. Hasta se comprende que nadie pueda sentirse más fascinado por el sacrilegio que un religioso, como se comprende que la fuerza del orden sienta una debilidad natural por el delito. Y el sentido común acaba reconociendo que nada más humano ni español que concederle a la moral la capacidad de sentir celos de la amoralidad.

Mi amigo me cortó en seco: ¡No te pases conmigo!". Y se marchó, que es lo que me fastidia esta mañana, llevándose los tres bartolillos que en la bandeja quedaban. Al quedarme solo me dio por encender el televisor. Sereno transgresor en mitad de la noche cerrada, sacó José María Carrascal de su sonrisa gangueante la conclusión que yo estaba esperando: "Tampoco en Rusia las cosas van mejor...". Me reflejé, me relajé y, presa fácil del frenesí, me quedé hasta ahora mismo dormido.

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