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Tribuna
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Hollywood barre sin pudor hacia dentro

La mercancía llegó averiada. Desde que la más libre, inteligente y bella película de todas las que se hicieron en Estados Unidos en 1994, Balas sobre Broadway, fue excluida de la opción a la última y fundamental estatuilla, las cartas estaban marcadas y el juego de barrer bajo la propia alfombra por parte de la Academia -otra vez coartada artística de los intereses extra artísticos de las majors- era una evidencia clamorosa. Woody Allen, como el año de Annie Hall, dio a la barrendera un corte de clarinete en el Michael's Pub de Manhattan, mientras Robert Redford, que tampoco tiene un pelo de tonto, se olió la tostada y no acudió a hacer bulto de lujo en el encumbramiento del ingenioso y vacío mecano Forrest Gump.Esta película divertida y predigerida es, y así el círculo se redondea, una dulce caricia ideológica por encima del lomo de la ola de conservadurismo que invade la América ensimismada. Y es también la única baza que la industria de Hollywood -que mueve los hilos de las decisiones de su Academia a través de los cuadros intermedios y menores a su sueldo- tenía a mano desde hace cuatro años para detener otra ola de signo, no enteramente concordante: la del off-Hollywood, convertido en heredero de la gran tradición del cine norteamericano.

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El atuendo va de retro

El silencio de los corderos, Bailando con lobos, Sin perdón y La lista de Schindler, las cuatro anteriores triunfadoras, aunque enganchadas a la estrategia, de la omnipotente Motion Pictures of America Association, se escapaban del pleno control de su fondo y forma por parte del tejido burocrático de la MPAA, debido a lo cual los escaparates de este gremio necesitaban un signo contundente de recuperación del triunfo total de su tinglado, hoy preocupado por la posibilidad de que las cinematografías europeas logren unirse y presenten resistencia a sus redes de distribución, que invaden los mercados exteriores al tiempo que acorazan el suyo interior.

Y así ha sido: ese signo de contundencia se ha hecho realidad y esta edición del tío Oscar reanuda, tras el paréntesis de las cuatro triunfadoras antes citadas, la interrumpida y olvidada traca de despropósitos que, por ejemplo, encumbró a Rocky a costa de Taxi driver; a Kramer contra Kramer a costa de Apócalypse now; a Gente corriente a costa de Toro salvaje; a Carros de fuego a costa de Atlantic city y a Ghandi a costa de Desaparecido, barbaridades que hoy parecen irrisorias y casi inconcebibles, como lo será -tiempo al tiempo- el triunfo de Forrest Gump a costa de la excluida Balas sobre Broadway e incluso sobre otra de inferior rango, Pulp fiction, que no obstante es superior -pese a sus pronunciados altibajos- a la ganadora en riesgo y fuerza imaginativa.

Clamor popular

El resto de los premios, se esté de acuerdo o no con cada uno de ellos, entran en el territorio de las variantes del gusto, salvo el disparate del relativo a la mejor dirección, pues poner el -ciertamente experto, como corresponde a un derivado de Steven Spielberg- ejercicio de mecánica de Robert Zemeckis por encima del aliento creador del de Woody Allen es tan aberrante como el castigo a Balas sobre Broadway.El premio de interpretación a Tom Hanks parece obedecer al mandato del formidable clamor popular creado en Estados Unidos alrededor de la figura de este excelente cómico, que se ha convertido de un héroe nacional imaginario, un fetiche donde se proyecta una tan unánime identificación colectiva, que no premiarle hubiera sido para la Academia poco menos que suicida. No es caso de poner en duda la superioridad de Paul Newman y Morgan Freeman sobre él, porque es obvia. Lo que el estupendo Hanks logra con un aparatoso y, por consiguiente, fácil alarde de sobreactuación, esos dos viejos zorros de su oficio lo logran con la mesura y contención de quienes tienen acceso a convertir en fácil lo realmente difícil. Pero de no haber premiado a Hanks, la popularidad de la Academia en su propia casa hubiera quedado de la noche a la mañana a ras de suelo y no se pueden pedir peras al olmo. Parece por ello una decisión comprensible por simple, y hasta cierto punto legítima, autodefensa.

En el otro lado del capítulo de rostros, premiar a Jessica Lange es siempre difícil de discutir, por el talento de esta actriz, por la incomprensible selección de la maravillosa Miranda Richardson en su trabajo más exagerado y epidérmico, por las facilidades que Jodie Foster se da a sí misma, por la entidad menor del personaje de Susan Sarandon y porque Wynona Ryder tiene todavía mucho que aprender.

Y queda añadir que la simple aparición de Clint Eastwood a recoger el Premio Irving Thalberg a su carrera convirtió, si se deja fuera del saco a Jessica Lange, a la cúpula de los triunfadores de la noche en un aula de alumnos prometedores.

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