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La democracia amenazada

Lo propio de una situación bloqueada como la que vivimos en la actualidad es que nos movemos en círculo, repitiendo hasta la saciedad los mismos razonamientos, eso sí, con la tendencia a remachar con párrafos cada vez más encendidos y patéticos. Cuando se sabe uno cargado de razón sin que sirvan de nada los argumentos, se corre el riesgo de terminar exagerando o, peor, tentados de romper la baraja, con lo que se debilita la propia posición. Nada desmoraliza tanto como que se acumulen los escándalos sin que se deriven las consecuencias pertinentes; acaban por acostumbrar a la gente, y al final los únicos que se desacreditan son los que los denuncian.En las últimas semanas, en consonancia con los hechos gravísimos de que hemos ido teniendo noticia, se han dicho cosas muy fuertes en la prensa, radio e incluso en la televisión privada, ciertamente, sin parangón con lo que resulta concebible en el resto de Europa. Ahora bien, en vez de remitirse a las causas que dan cuenta sobrada de tamaño crispamiento -en la Europa que tomamos como modelo, por muchísimo menos hubieran corrido las dimisiones, empezando por la del jefe del Ejecutivo-, algunos han aprovechado -nada maravilla tanto como el servilismo a destiempo, es decir, sin expectativa de ganancia- para volver a poner en circulación el tema preferido del presidente González, que lleva años sin detectar otro problema en España que la existencia de una prensa que califica de tan injusta como agresiva debido a intereses inconfesables que, lamentablemente, tampoco parece dispuesto a esclarecer. Curioso que los últimos baluartes gubernamentales sigan atacando a la prensa cuando la realidad ha superado con creces las sospechas publicadas. Como en la noche del 23 de febrero, en esta segunda prueba de nuestra joven democracia son también los medios los que mejor están cumpliendo. Con todo, lo más soez que hemos vivido los tres últimos meses -en cuanto supone colocar cargas de profundidad contra la estabilidad democrática- ha consistido en volver á las andadas, confundiendo la responsabilidad política con la penal -el principio constitucional de presunción de inocencia sólo tiene aplicación en el ámbito penal, de ningún modo en el político, donde no sólo hay que ser honrados, sino también parecerlo-, empeñados otra vez en no reconocer otra responsabilidad que la, que se derive de las sentencias judiciales.

Con tal de huir, por lo menos de inmediato, de las responsabilidades exigibles se favorece de nuevo la judicialización de la política, para atacar después a los jueces a los que les ha tocado instruir los sumarios y, en general, a toda la judicatura, que no puede más que solidarizarse con sus compañeros y advertir las consecuencias que conlleva la actual demolición sistemática del Estado de derecho: se han llegado a filtrar los mayores infundios contra los magistrados encargados de los sumarios que más teme el Gobierno; se presenta incluso al poder judicial como uno arbitrario que puede llevar a la cárcel, sin justificación alguna, a una buena parte de la antigua cúpula del Ministerio de Interior; se les denigra con expresiones como "jueces estrella" cuando nunca lo hubieran sido si hubiera funcionado el Parlamento.

Si estuviera ejerciendo sus funciones una comisión parlamentaria encargada de sacar a la luz todo lo que se esconde bajo los GAL y la utilización irregular de los fondos reservados, y la comisión cumpliera con su deber, avatares de lo que ocurriese en el Parlamento, dejando a los jueces, ya sin los focos de los medios, investigar los aspectos penales de estos asuntos. Hay que decirlo con toda claridad y contundencia: el papel, tal vez exorbitante, que desempeñan los jueces y la prensa se debe exclusivamente a que el Parlamento no cumple sus funciones en el control del aparato del Estado y del Gobierno.

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El Parlamento no cumple porque previamente tampoco lo hacen los partidos que han seleccionado a los parlamentarios en listas cerradas y bloqueadas. Hubo que dar una larga batalla en el PSOE hasta que en el 33, Congreso se aceptó por fin diferenciar la responsabilidad política de la penal. En la resolución 134 se dice literalmente: "Recuperar la confianza de la sociedad obliga a luchar drásticamente contra cualquier forma de corrupción", y hasta ahora no se ha dado la menor muestra de que se tome en serio semejante tarea, y no sólo en opinión del señor Pérez Mariño. "Al mismo tiempo, las direcciones de los partidos tienen que asumir sus responsabilidades políticas ante casos de ilegalidad o corrupción que les afecte, sin necesidad de esperar el desenlace de los procesos judiciales". No sé quién se encarga de exigir el cumplimiento de las resoluciones de los congresos -por lo menos, los diputados del PSOE no lo hacen-, pero mucho antes de que los jueces dicten sentencia sobre el mal uso de los fondos reservados -los indicios son más que suficientes-, la dirección del partido socialista, empezando por su secretario general, tendría que haber asumido las responsabilidades que les concierne. Con su silencio culposo, haciendo caso omiso a lo que aprobó el último congreso, no puede decirse que el partido gobernante esté contribuyendo a dar una imagen de fidelidad democrática. Y ello debilita, cómo no, gravemente a la democracia.

Aunque parezca inconcebible, el Gobierno ha recurrido otra vez el principio de eficacia asumiendo que la detención de Roldán pudiera haberse producido al margen de la legalidad, pero lo que contaría es que ha sido capturado y, aunque haya sufrido algo el Estado de derecho, por lo menos está en España a disposición de los jueces. Ni los que decir tiene que este tipo de argumentación es inadmisible: el señor Roldán debe gozar de la misma presunción de inocencia que cualquier otro detenido, digamos que el señor Vera, además de que el respeto exquisito de las normas legales -también en la forma de su detención- es fundamento irrenunciable del Estado de derecho y, por consiguiente, de la libertad de todos los españoles.

Importa, sobre todo, evitar una argumentación viciosa que domina el discurso oficial. Lo primario no es discernir si conviene o no que se convoquen elecciones generales a la mayor brevedad: en nombre de los sacrosantos intereses de España, según los dividendos partidarios que se represente, se puede argumentar tanto a favor como en contra, y a juzgar por las encuestas disponibles, obviamente al PP le conviene y al PSOE no. Además, la Constitución deja al presidente la decisión de adelantar las elecciones, y el señor González ya ha hecho repetidas veces uso de esta facultad a su conveniencia. Y, desde luego, es normal en nuestra Europa de referencia -y pienso qué hasta beneficioso- el que los Gobiernos sobrevivan a las oscilaciones de la opinión pública, ya que permite llevar adelante políticas impopulares de las que se espera que con el tiempo den sus frutos: a este respecto, la situación económica, con una peseta en franco declive, es un argumento que puede utilizarse tanto a favor como en contra de la convocatoria de elecciones.

No; la cuestión es otra: no se trata de considerar si, en las actuales circunstancias, conviene o no convocar elecciones, sino de asumir la responsabilidad política por la sospecha de que se hayan utilizado mal los fondos reservados, responsabilidad que, en última instancia, recae sobre el presidente del Gobierno, sin que esté en sus manos asumirla o dejar de hacerlo. No importa cuál sea la intención del voto -y una legislatura no muere porque haya perdido el apoyo social que tuvo al comienzo-, sino lo que cuenta es la proporción de ciudadanos que hace a González responsable de los crímenes de los GAL y de la utilización irregular de los fondos reservados. Su dimisión es una exigencia elemental del funcionamiento democrático que, de faltar en la conciencia del que nos gobierna -de por sí ya un síntoma grave-, debe imponer la sensibilidad democrática, tanto de las instituciones y partidos como de la sociedad en general.

Por el caso Rubio, Solchaga asumió la responsabilidad; por el caso Roldán, Corcuera, aunque Barrionuevo prefiriera escaquearse mientras no dimitiera también Narcís Serra; por la huida de Roldán, Asunción; etcétera. Por el mayor de los escándalos, el encarcelamiento de la antigua cúpula del Ministerio del Interior, junto con la sospecha de que los fondos reservados se han utilizado, para decirlo suavemente, de manera irregular, la responsabilidad política recae en el presidente. No se trata de si conviene o no que convoque elecciones generales, usando de la facultad que le otorga la Constitución; lo que exige la lógica democrática es que el presidente asuma sus responsabilidades políticas. La manera práctica de instrumentarlo es ya otra cuestión: un nuevo presidente con el actual Parlamento o elecciones generales. Lo que no se puede tolerar es que de la responsabilidad política quede excluido el presidente González como si se tratara de un caudillo que sólo la asumiría "ante Dios o la historia" o se le considerase monarca constitucional bis.

Los desequilibrios debidos a instituciones políticas que no funcionan -Parlamento y partidos-, con la sobrecarga que por ello reciben otras instituciones sociales, como los medios de comunicación, o estatales, como la judicatura, amenazan a mediano plazo nuestra estabilidad democrática, máxime cuando falta la corrección moral que garantiza las responsabillidades políticas asumidas. Desequilibrios y déficit democráticos que hay que corregir a la mayor brevedad con el instrumentario político que se estime oportuno -la convocatoria de elecciones generales es uno bastante adecuado, aunque ni de lejos suficiente- si no queremos asistir impotentes a la de molición de un régimen político que, con todos sus muchos defectos, es lo único que tenemos para ir levantando piedra a piedra una democracia que funcione.

Ignacio Sotelo es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.

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