Una devaluación desesperada
Las empresas españolas no han dejado de ganar cuota de mercado a partir de las tres devaluaciones de la moneda en 1992 y 1993, y como consecuencia de ello el gran déficit exterior acumulado en los años de peseta fuerte a ultranza se ha ido deslizando hacia el equilibrio. En circunstancias normales cualquier propuesta de devaluar la peseta hubiese sido cuestionada con los argumentos más elementales: ¿Por qué, señores, quieren ustedes hacer dumping monetario, esto es, abaratar su divisa, para pretender resolver sus problemas descargándolos sobre las espaldas de sus socios comerciales? Difícilmente esta devaluación hubiese sido aceptada como parte de una política europea, siendo como es una expresión de las necesidades políticas del partido gobernante en España.Felipe González apuntó en el último mes una sola condición suspensiva a su irrevocable postura de no anticipar las elecciones generales: la dificultad de la peseta para continuar en el mecanismo de cambios del Sistema Monetario Europeo (SME). Y cuando muchos factores se han conjurado de hecho (crisis de México, depreciación del dólar y apreciación de la moneda de referencia del SME, el marco alemán, inestabilidad financiera reforzada por la caída del banco inglés Barings) para acentuar el temor de los mercados ante la evolución política española (deslizamiento de la peseta durante las últimas semanas), el Gobierno ha encontrado la fórmula a fin de evitar la condición suspensiva que implicaría la salida de la moneda española del mecanismo de cambios.
En mayo de 1993, cuando se acercaban las elecciones generales, González era, por razones políticas, contrario a devaluar la peseta. Al final tuvo que hablar con el canciller alemán, Helmut Kohl, en el balneario de Wolfgangse, muy cerca de Salzburgo, y obtuvo el placet para que el Bundesbank autorizara una tercera devaluación de la peseta en el SME.
El ministro de Economía y Hacienda, Pedro Solbes, dijo que el tipo de cambio de la peseta estaba infravalorado y lo ha situado en 85 pesetas por marco. Días después el gobernador del Banco de España, Luis Ángel Rojo, dio una versión incluso más ajustada a la realidad: el tipo de cambio debería ser de 83 pesetas por marco. Si se tiene en cuenta el flujo exportador español y el déficit exterior, tanto Solbes como Rojo tenían toda la razón. ¿Por qué, entonces, solicitar una nueva devaluación? Por razones políticas, para evitar que la salida de la peseta del SME sea la puntilla de la crisis política actual. ¿Cómo podría presidir España la cumbre semestral de la UE con su moneda fuera del mecanismo de cambios?
Rojo no puede ignorar que es precisamente ahora cuando no existen las razones más elementales para una devaluación. Pero el Banco de España que gobierna tiene la obligación de velar por la marcha de la inflación; el tipo de cambio es responsabilidad del Gobierno. Esta aparente división del trabajo es ficticia. La devaluación de la peseta tiene consecuencias sobre el nivel de inflación (encarecimiento de las importaciones). Y, por tanto, el Banco de España se verá obligado a adoptar medidas para dominar el carburante inflacionista añadido por la devaluación. En otros términos la autoridad monetaria tendrá que subir los tipos de interés. Y, por esta vía, el Gobierno pondrá en riesgo la débil recuperación que aún lucha por consolidarse.
Mal tenían que estar las tendencias económicas para que el Banco de España aceptase jugar el papel que se le ha encomendado. En otros términos, las reservas netas del banco emisor conocieron en las últimas semanas una caída notable; las informaciones sobre el IPC del mes de febrero comienzan a preocupar y lo mismo parece suceder con el déficit de caja. La idea es que Felipe González ha conseguido la devaluación política porque el desenlace podría ser el mismo, de aquí a una semana, por razones, esta vez, económicas.
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