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Socialismo o 'balsero' a la deriva

Jorge G. Castañeda

Albert O. Hirschman formuló hace algunos años la idea de "salida y voz", a propósito de Berlín y Alemania orientales, y de las paradojas que la emigración hacia Occidente ocasionaron en el comportamiento político germano. Según el pensador radicado en Princeton, la posibilidad de "salidas", por coartada que se viera por el muro de Berlín, actuaba hasta cierto punto con un efecto intensamente proporcional a la proclividad por la "voz", es decir, por la actividad política interna de oposición. La posibilidad de salir limita la inclinación por protestar: quien aspira a irse, quien se va, relincha menos. Según Hirschman, la hemorragia humana de Este a Oeste durante años tuvo mucho que ver con la sobrevivencia por casi medio siglo, bajo condiciones terriblemente adversas, del régimen comunista en Alemania Oriental.La teoría de Hirschman parece aplicarse a la perfección en Cuba hoy desde los inicios de la revolución hace 35 años. Sabido es cómo los primeros éxodos de clase media y rica despojaron al nuevo régimen de la mayoría de los profesionistas de la isla, pero también de una oposición interna que tuvo que resignarse a conspirar en Miami. Luego vino el puente aéreo de Camagüey, que abarcó a sectores ligeramente más populares blancos y urbanos, sin duda, pero menos acomodados que los primeros meses. Después, en 1980, la marea humana de Mariel, si bien le costó a Jimmy Carter su reelección a la Casa Blanca, le brindó al para entonces ya veinteañero Gobierno de Fidel Castro un respiro y un margen que de otra suerte no hubiera disfrutado. En 1994, durante el año indudablemente más difícil de la revolución (o de lo que queda de ella), la odisea de los balseros, desde Cojimar y el mismo malecón de La Habana, le permitió a Fidel Castro remontar los estragos del habanazo del 5 de agosto y recuperar capacidad de maniobra. Sin la perenne pericia política del comandante, los balseros quizá hubieran hundido al régimen; pero sin ellos, Castro hubiera confrontado tal vez su crisis final.

La salida de varias decenas de miles de cubanos, en su mayoría habitantes de la capital, muchos de los cuales (uno de cada tres se dice, sin mayores argumentos) perecieron en el camino, desactivó la oposición al régimen castrista. No tanto porque se fueron los activistas; éstos más bien optaron por quedarse en la isla, salvo aquellos anteriormente encarcelados y que de repente recibieron días francos. La distensión se produjo ante todo por tres razones. En primer lugar, quienes zarparon hacia los cayos de Florida tendían a ser los más hostiles al Gobierno, los más desesperados, los más iracundos: parte del odio terminó en Guantánamo. En segundo lugar, al obligar a Estados Unidos a reabrir una válvula de escape migratorio legal, por pequeña que fuera, se creó la esperanza entre los que no partieron de poder hacerlo en el futuro inmediato. Visas, familiares, palancas y suerte: si pueden salir algunos, todos pueden esperar que les toque. Y, por último, los balseros rebasaron a la oposición interna existente: ante la rabia y la desesperación de jóvenes dispuestos a enfrentar tiburones, oleaje y un sol de plomo, los defensores socialdemócratas de los derechos humanos hacían pálida figura.

Salida en lugar de voz; emigrar en vez de protestar; he aquí una primera explicación de la disminución evidente de tensiones en Cuba y de la mejoría -muy relativa, sin duda- que se percibe en el ánimo habanero. Si a ello se agrega el efecto de algunas reformas económicas, se entiende por qué las últimas horas de Fidel Castro siguen sin sonar, y cómo perdura un régimen que muchos daban por fenecido hace un par de años, o hace tres decenios.

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La reapertura de los mercados de artesanía y campesinos, o agromercados, como se llaman ahora, junto con la autorización del ejercicio de profesiones independientes -plomeros, electricistas, mecánicos, pintores, etcétera- y la tolerancia frente al surgimiento de restaurantes y bares semiclandestinos, ha surtido el efecto esperado por los economistas. El sacrosanto mercado sí aumenta la disponibilidad de bienes y servicios: la demanda genera su propia oferta al eliminarse las trabas y restricciones de antes. Hoy hay frutas y verduras, algo de carne y arroz, pollo y huevos en los agromercados de La Habana. Otra cosa es lo que cuestan: mucho en pesos cubanos a la luz del salario medio, pero menos de lo que costaban previamente en el mercado negro o bolsa, si se traduce su coste a dólares, cuya posesión por cubanos ya es legal, y cuya circulación y abundancia ha sorprendido a muchos.

Éste es el quid del asunto. En dólares, los productos a la venta en los agromercados o en las tiendas especiales no son caros; algunos son francamente baratos. No todos los cubanos manejan dólares, ni mucho menos; la división entre los que tienen divisas y los que no constituye hoy una de las principales fuentes de desigualdad en Cuba. Pero entre los envíos familiares desde Miami, el turismo (propinas, prostitución, pequeños servicios), la comunidad extranjera -de negocios, diplomática, etcétera- radicada en La Habana, y el ahorro bajo el colchón de muchísimos cubanos a lo largo de los años, hay más dólares de los que se esperaban. Juntas, la aparición de bienes y servicios comprables con pesos y la legalización de la tenencia de dólares, han revaluado la moneda cubana en el mercado negro, de casi 100 por dólar el año pasado a 40 hoy día. El mercado, funciona, aun bajo el socialismo balsero a la deriva.

Sólo que las soluciones son problemas, como lo sabe mejor que nadie Fidel Castro. Cuando empiezan a circular los dólares en la economía real, el Estado comienza a inventar maneras de capturarlo: impuestos, cuentas en dólares, intereses pagaderos en dólares. Los cubanos, no necesitan dólares y sirven los pesos; el Estado sí los requiere para importar todo lo que la isla no produce. Se dio en Polonia a comienzos de los años ochenta, a pesar de toda la desconfianza del mundo; los tenedores de dólares comienzan a depositarlos en el sistema bancario y el Estado empieza a gastarlos. Mientras los ahorradores no reclamen sus dólares simultáneamente, el mecanismo funciona. Cuando se desatan los demonios del pánico y la suspicacia, se acaba el mundo. Eduardo Gierek en 1980, José López Portillo en 1982, las autoridades financieras argentinas hoy, Ernesto Zedillo desde el 20 de diciembre, lo han vivido en carne propia; devolverle a todos una divisa ajena que uno ya se gastó no sólo es imposible. Es absurdo.

La diferencia estriba en que hoy en Cuba esta vía compra tiempo, y esto es lo que Fidel Castro más necesita en la vida: el tiempo de terminar la suya en paz, en su cama, en su país, y el de salvar la revolución del destino cataclísmico que todos le auguraban. Quién quita que lo logre, a pesar de nueve presidentes norteamericanos, de cientos de miles de cubanos expatriados, de privaciones inenarrables para millones de cubanos en Cuba, y de un desprecio infinito por toda democracia a cualquier rendición de cuentas. No es una faena menor; es, para bien o para mal, una de las hazañas del siglo.

Jorge G. Castañeda es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional Autónoma de México.

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