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Carisma

Enrique Gil Calvo

Hace pocas semanas se ponía como ejemplo de liderazgo a Suárez, en contraposición al descrédito actual de González. Pero quizá cabría encontrar mejor un claro paralelo entre ambos, dado que los dos comenzaron por disfrutar de una enorme popularidad que después dilapidaron, incapaces de enfrentarse a los problemas que arruinarían sus mandatos. Tal como sucede con la revolución, la transición a la democracia también ha devorado a sus hijos, puesto que sus dos líderes históricos habrán tenido que abandonar el poder con su prestigio manchado: Suárez, dimitiendo; González, negándose a dimitir, e incapaces ambos de ofrecer una verdadera explicación por sus fallos. Por eso lo que se puede comparar en ellos no es tanto su primitivo liderazgo fotogénico como su postrera incapacidad para coronarlo con éxito. Cuando el barco del Gobierno navega viento en popa, es muy fácil seducir a las multitudes exhibiendo ante las cámaras el mejor perfil. Pero el verdadero liderazgo se demuestra creciéndose ante las dificultades al navegar con viento contrario. Suárez naufragó por la autodestrucción de su partido y algo análogo le sucede hoy a González ante su incapacidad de identificar a los responsables del caso GAL. Bien es cierto que a diferencia de UCD, hoy el PSOE se cierra en banda en torno a González. Pero ahí está lo malo, pues así se está dando la imagen de una partida de proscritos quizá conjurados para eludir su responsabilidad en común. Y de ese modo el supuesto liderazgo del estadista es clarecido se diluye, creándose la pública impresión de que algún impensado Robin Hood se estaba ocultando todos estos años tras la impecable fachada del hombre de Estado.

¿Durante cuánto tiempo se podrá mantener esta ficción de estabilidad gubernamental? Gracias al auxilio de la minoría catalana, cabría agotar toda la legislatura, pero la ansiedad generada por el proceso judicial, que será, sin duda, farisaicamente explotado por la prensa y la oposición, hace temer que González no pueda aguantar tanto. Y si lo intenta su calvario resultará difícilmente soportable, pues el sanedrín inquisidor tratará de crucificarle sin misericordia hasta hacer de la suya una pasión enteramente inútil al no haber ya lugar para ninguna posible redención: prolongar el martirio no beneficia a su partido ni a sus electores, sin que quepa tampoco esperar que pueda ya redimirse el creciente deterioro de la honorabilidad de González.

Mientras tanto, los ciudadanos contemplamos incrédulos el desarrollo ineluctable de un trágico proceso que sólo parece tener desenlaces fatales. Y es muy grande la tentación de pasarse al farisaico bando de los Verdugos profesionales (frotándonos las manos al saborear la calidad del horror que se puede achacar a González) o, lo que es peor, de lavamos las manos actuando de, Poncio Pilatos como árbitros neutrales (como si nada tuviésemos que ver con la tragedia del Gobierno y allá los socialistas que se las compongan como puedan con sus errores). ¿Qué podemos hacer los ciudadanos para no quedar reducidos al obsceno papel de espectadores fascinados por el mal ajeno?

Creo que mostrar piedad no serviría de mucho, aunque sí se podría mantener más discreción y decoro, sin hacemos cómplices del indigno ensañamiento con que se ejecuta la crucifixión. Pero también deberíamos asumir nuestra parte de responsabilidad, pues en el Pasado todos fuimos comprensivos con las extralimitaciones que intuíamos en el poder socialista. Al fin y al cabo, por eso les votamos masivamente en 1982: porque nos parecieron un admirable grupo de generosos bandidos adolescentes. ¿Acaso el carisma de González no se fundó en la imagen de simpática desvergüenza y descarada frescura con que venció a Suárez en la moción de censura? ¿No le votamos porque parecía Robin Hood? Entonces, ¿por qué condenamos ahora que se haya ajustado al papel que tanto nos sedujo y cuya representación parecimos encargarle? ¿No nos hicimos desde entonces cómplices anticipados de las posibles desmesuras que en el futuro cupiera reprocharle?

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