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Si ustedes supieran...

No hace muchas lunas ("amarillas del cielo" -luego lo van a ver- hay quien las llama), un filólogo amigo, Túa Blesa, recibió como obsequio, de manos de una empresa cafetera colombiana, un novelón, con título de afamada canción: La casa en el aire. Minutos después, nada más ver escrito el nombre de su autor en la portada, le arrebaté al amigo el pesado volumen alegando en su contra que cómo iba a viajar con carga tal desde Madrid a Zaragoza. Que piense en devolvérselo un día de éstos no empaña mi inicial arrebato, pues entonces yo descubría con entusiasmo que el genio de la música vallenata, Rafael Escalona, también le daba a la novela, Además, bendecido por dos sesudos estudiosos que citaban a Guiraud de Bournell y a Saussure, que es, para que así me entiendan los jueces, como si Manuel Alejandro publicase su biografía novelada (¿todo se hojeará en Planeta?) con prólogo de Manuel Alvar y epílogo de Francisco Rico. La edición de la novela de Escalona, a cargo de Xajamaia (sic) Editores, no lleva fecha alguna (¡será pirata!) aunque puede servirnos de orientación la que el epiloguista colocara al final de su estudio semiótico: 1991. Pero tampoco es novedad, más allá de las fechas, que no sepamos palabra de cuanto se publica en español fuera de España, con lo cual siempre es nuevo, ahora mismo, aquéllo que termina por llegarnos de pura chorra; en este caso, un monumento en bruto de costumbrismo mágico. Nacido en Valledupar (Cesar, Colombia) el 16 de mayo de 1926, es Rafael Escalona el más prestigioso compositor vivo de canciones vallenatas clásicas. Mediante sones, paseos y merengues, este inspirado autodidacta ha sabido plasmar, como suele decirse, todo el bullir socio-sentimental de su región: amores, desamores, amistades, robos, raptos, cosechas, muertes y bautizos. De ello es prueba cantable un puñado de piezas maestras; por ejemplo, Esperanza, La patillalera, La custodia de Badillo, El mejoral y, desde luego, La casa en el aire.

Escalona no canta. Pero de La casa en el aire hay versiones para todos los gustos: de una muy prepotente de Lola Flores a la neo-yeyé de Carlos Vives, por más que uno se quede con la tradicional de Bovea y sus Vallenatos. Sin embargo, convertir esa canción en novela, con todas las demás en su amplio seno, y aspirar, ya puestos, a que "la crítica internacional encuentre en el escritor de Valledupar la nueva proyección de la narrativa latinoamericana" es harina de otro costal. Su creador asume el riesgo de la molienda desde el corazón de un muchacho que escucha sin parar, embobado, las delirantes aventuras del protagonista, llamado Pedro Guerra (¡otro!), testigo de una época habitada por honestos contrabandistas, que no usaban granadas ni metralletas, lujuriosas gitanas y amigos tan dotados que hacían llorar de envidia a un borrico del circo. Mientras duerme, suspira el viejo Pedro: "Si ustedes supieran...". Y así vamos sabiendo que a él le da por hablarle, cuando sale, a "la amarilla del cielo" y, de paso, a las piedras del campo: "En ciertos casos, son el papel secante de los sentimientos humanos". Ahí queda eso.

Socarrón, viril (trasiega, fuma y parrandea), apasionado, valiente, sentimental y sentencioso, amén de lírico al menor descuido, tiene Pedro la singular virtud de haber dejado en cueros todo el cimiento central del costumbrismo mágico: dos centímetros de realidad y al punto una fantasía, como la yuca de Casimiro, un kilómetro de larga. Se le llena la boca. al buen hombre con topónimos jugosos, expresiones populares, hondos prodigios y dolores únicos. Pero Escalona es fiel a lo que escucha el muchacho. Ni estructura, ni criba,, ni coagula eso que sigue siempre al suspiro: "'Si ustedes supieran...". Sabe su admirador García Márquez cuán difícil es escribir una canción, pues siente que la mano se le va en tan fugaz tarea. Tal vez sepa también ahora Escalona, con el cuerpo en el valle y el alma en el molino, que en la literatura, como en la vida, hay otros territorios paladeables adonde con la mano no se llega.

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