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No aguardar a ser sol que se pone

En el curso extraordinario de su vida, Felipe González llegó al punto más elevado de la elipse al término de su segunda legislatura. Desde lo alto de aquella posición todo parece brillar en su biografía con el fulgor del éxito. Éxito cuando, muy joven, desplazó a la vieja dirección del exilio que había conducido al partido socialista a la marginalidad y la irrelevancia; éxito al lanzar la arriesgada estrategia de convertir a un partido sobrecargado de ideología en el primer partido socialdemócrata de nuestra historia; éxito en su fulgurante ascenso hacia el poder; éxito, en. fin, al culminar el largo trayecto de la incorporación siempre pendiente de España a Europa y levantar algunas de las hipotecas que pesaban sobre la democracia española. Pero en política no suelen celebrarse grandes festines si no es a costa de montones de desperdicios que es preciso incinerar a medida que se producen. La convicción algo mesiánica de creerse depositario de un proyecto histórico y la aspiración un tanto caudillista a todo el poder para llevarlo a cabo, con la consiguiente exclusión de los discrepantes y la muda subordinación de los fieles, permitió que esos desechos se multiplicaran, seguro como se sentía de haber conquistado una posición inexpugnable en el partido y en el Estado. Nadie pensó, y muchos se indignaban ante la sola sugerencia, en la necesidad de instalar alguna alarma, de disponer de algún mecanismo de limpieza. de escombros.

Y así, aquella carrera ascendente entró en un lento declinar que se ha precipitado a estas últimas horas de la tarde, cuando anuncia ya el definitivo ocaso. Es inútil mirar atrás y lamentar las ocasiones más propicias que para marcharse hubo en el pasado: río haber mantenido su intención de que la tercera fuera la última elección a la que se presentaba y haberse empeñado en competir para triunfar en la cuarta. Más le hubiera valido quizá una derrota en la contienda de junio de 1993 o, ya que la ganó, haber renunciado por la presidencia europea; quizá incluso hubiera sido preferible haber asumido con hechos, no sólo con palabras, la responsabilidad política por los casos Filesa, Roldán y Rubio y haber dimitido en mayo del año pasado. Nada de eso se hizo y ahora todas las líneas Maginot imaginables, y algunas que nadie podía imaginar, han saltado por los aires. Los alemanes se pasean por los bulevares de París y no hay entre ellos ni siquiera un Ernst Jünger que sepa apreciar los tesoros de la ciudad conquistada.Felipe González y sus más cercanos colaboradores no parecen percibirla profundidad del daño que ha causado al crédito de su partido y de su Gobierno esa devastadora pasión por la propiedad inmobiliaria de la que han sido presa tantos de sus correligionarios. No son conscientes, o no dan muestra de serlo, de que la decepción provocada por los modos de encarar el asunto de los GAL sube tan alta como las expectativas hace 14 años levantadas por su proyecto político. Ahora, cualquier iniciativa que no signifique el corte con tantas escorias del pasado, de las que alguien tiene que reconocerse responsable, nacerá muerta, sin vida, sea la ritual repetición de apoyo de los nacionalistas catalanes y vascos, sea la proclamación enfática de la voluntad de cumplir íntegramente la legislatura. En el punto al que han llegado las cosas, la única perspectiva posible es, como recomendaba Gracián, "no aguardar a ser sol que se pone" y ver si aún queda tiempo para "hacer triunfo del mismo fenecer".

¿Cómo? He ahí la gran cuestión. En todo caso, no estará de más recordar que la marcha de dos líderes tan carismáticos como Brandt y Thatcher, muy dignamente sucedidos, sin necesidad de convocar elecciones, por Schmidt y Major, no arrastró en su estela ninguna catástrofe para los socialdemócratas alemanes ni para los conservadores británicos. Que una salida similar suene entre nosotros puramente especulativa mide bien la naturaleza de nuestra crisis política.

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