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Tribuna:
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Aberración y sectarismo

El señor Agustín Blanco me reprocha desde París (EL PAÍS, 16 de enero de 1995) que me haya indignado indebidamente en el artículo que publiqué el día 6 con el título Dudas constitucionales en este mismo espacio. He vuelto a leerlo detenidamente y no he advertido que el tono de mi artículo fuera de indignación y de escándalo, pero estoy dispuesto a admitir el reproche, ya que si así ha sido interpretado, es que en algo me debo haber excedido. Como lo último que deseo es añadir crispación a la vida política del país, tomo buena nota del reproche e intentaré que no puedan volver a hacérmelo.Lo que no puedo compartir en modo alguno es el final de su carta, con la distinción entre el "meollo del asunto" y "lo demás, que es lo de menos". La justicia del Alcalde de Zalamea: "Qué importa errar en lo de menos" (garantías procesales) "si acertó en lo principal" (justicia material), no puede ser nunca la justicia del Estado de derecho. Únicamente si se respeta "lo de rnenos" se puede acertar en "lo principal". Sobre esto hay que ser tan firme como sobre la condena del terrorismo de Estado. No se puede "contextualizar" el terrorismo de Estado para justificar subrepticiamente su existencia, pero tampoco se pueden "contextualizar" las garantías constitucionales en el proceso penal, a fin de justificar subrepticiamente la excepción de su vigencia en un determinado caso. En ningún caso se puede justificar el terrorismo de Estado y en ningún caso se puede justificar la excepción de la vigencia de las garantías constitucionales en el proceso penal. En ningún caso. ¿De acuerdo?

Sigamos. El día 14, Perfecto Andrés Ibáñez publicaba un artículo con el título Garantías procesales en el 'caso GAL', en el que mostraba su disconformidad con el mío del día 6 e intentaba demostrar la constitucionalidad de la instrucción del sumario por parte del juez Garzón. Después de haberlo estudiado detenidamente, tengo que decir que las dudas que tenía no sólo no se han visto despejadas, sino que han aumentado. Si realmente una persona tan cualificada como Perfecto Andrés Ibáñez eso es lo único que puede argumentar a favor de la constitucionalidad de la instrucción del sumario de los GAL, entonces es muy difícil que no sea anticonstitucional. Veamos por qué. El primer argumento que utiliza el magistrado Ibáñez para rebatir mis dudas sobre la constitucionalidad de la ley de 1985, que ha posibilitado que el juez Garzón continúe instruyendo el sumario de los GAL tras su paso por el Ministerio del Interior, es el de que la ley no es buena, pero ello no quiere decir que sea anticonstitucional. Y pone un ejemplo. De la misma manera que la ley que reformó la elección de los vocales del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) no era una buena ley y no por ello fue declarada anticonstitucional por el Tribunal Constitucional (TC), pues exactamente igual ocurre con la reforma de 1985. Sería una ley no buena, pero no anticonstitucional. A primera vista, el argumento parece tener cierta consistencia. Pero, sólo a primera vista. En cuanto se lo analiza detenidamente, se comprueba que carece de todo fundamento. Por varias razones.

En primer lugar, porque el status constitucional de las garantías procesales penales y del CGPJ es completamente distin to. Las primeras son una conditio sine qua non del Estado de derecho, mientras que el segundo no lo es. Como recordó el TC en la sentencia a la que se refería P. A. Ibáñez, el CGPJ no es un órgano necesario para el Estado de derecho. Existe en algunos países democráticos, pero no en todos, ni siquiera en la mayoría. Es un órgano que el constituyente de 1978 consideró que podía ser útil para reforzar la independencia del poder judicial. Pero si no lo hubiera incluido en la Constitución, no por ello el Estado español habría dejado de ser un Estado de derecho. Las garantías procesales penales, por el contrario, no pueden faltar y no faltan en ningún Estado de derecho digno de tal nombre. Si el constituyente español no las hubiera incluido, España no sería un Estado de derecho, no se habría podido incorporar a la CEE (hoy UE), etcétera. Para el Estado de derecho las garantías procesales, y el CGPJ son cosas muy distintas.

Justamente por eso, el constituyente español dispuso que la reforma de las garantías procesales (artículos 24 y 25) sólo pueda hacerse a través del procedimiento previsto en el artículo 168, mientras que la reforma del CGPJ ha de hacerse a través del procedimiento del artículo 167. Reformar las garantías procesales penales es cambiar de Constitución y no introducir un cambio en la Constitución. La distinción de status no es, por tanto, doctrinal, sino normativa. Es lo que dispuso expresamente el constituyente español que fuera.

Esta diferencia de status, como no puede ser de otra manera, repercute en la posición del legislador cuando tiene que regular las primeras o el segundo. El legislador de las garantías procesales es el legislador de los derechos fundamentales. El legislador del CGPJ no lo es. De ahí que el canon de constitucionalidad para enjuiciar su obra sea distinto y mucho más exigente en un caso que en otro. La libertad de configuración del legislador es mucho más reducida en el primer caso que en el segundo.

Más todavía. En lo que a las garantías procesales penales se refiere, el margen del legislador es prácticamente nulo, en especial en lo que a los presupuestos o premisas constitucionales del proceso penal atañe.

Esto es una exigencia inexcusable del Estado de derecho. Pues, aunque de todos es sabido que el derecho no es una ciencia exacta, sin embargo, en lo que al proceso penal se refiere, el derecho si se aproxima a las ciencias exactas por el carácter que debe tener el resultado que a través de dicho proceso penal se alcanza. El proceso penal son las matemáticas del derecho. El resultado del proceso penal tiene que ser la verdad más absoluta posible en las relaciones humanas. Si hay dudas, no hay verdad. De ahí la antiquísima máxima procesal in dubio pro reo, elevada por el constituyente a la categoría de derecho subjetivo, con todo lo que ello quiere decir en la CE.

Es de esta exigencia del Estado de derecho de donde se deriva que el legislador no tenga margen de maniobra para configurar las premisas constitucionales del proceso penal. Como todo científico sabe, si se manipula el punto de partida de una investigación, el resultado no es fiable. La mínima falta de rigor en el punto de partida desvirtúa toda la investigación.

Eso es exactamente lo que ocurre en el proceso penal. Cualquier desviación en el punto de partida, por pequeña que sea, desvirtúa la investigación, la convierte en anticonstitucional. Aquí no caben ambigüedades, como en el artículo 122.3 CE, en el que se utiliza la expresión "entre Jueces y Magistrados", que puede ser interpretada como entre y por o exclusivamente como entre. Esto es posible respecto de un órgano constitucional muy importante, pero no indispensable para el Estado de derecho, pero no es posible respecto de las garantías procesales, sin las cuales el Estado de derecho no puede existir. La ley que regule el CGPJ puede ser una ley no buena pero constitucional. Una ley no buena sobre las premisas constitucionales del proceso penal no puede no ser anticonstitucional. Aquí no puede haber dudas.

Como puede verse, en cuanto se profundiza un poco y se sitúan los artículos constitucionales en juego (los artículos 24 y 25, por un lado, y el 122, por otro) en el lugar en el que los puso el constituyente, el argumento pierde toda consistencia.

El segundo de los argumentos de P. A. Ibáñez tampoco tiene más consistencia que el primero. El juez Garzón, según él, podría continuar instruyendo el sumario de los GAL, a pesar de haber sido secretario de Estado en el Ministerio del Interior, porque "no es imaginable que haya podido hallar informaciones de eventual eficacia inculpatoria contra los imputados en los GAL".

Hacer uso del término imaginable en relación con un procesó penal no puede dejar de causar asombro. La imaginación y el proceso penal están reñidos, aunque el proceso penal pueda ser y haya sido un punto de partida extraordinariamente fecundo para la creación literaria y cinematográfica. Pero para el mundo del derecho no vale. El argumento sólo sería jurídicamente válido si el término imaginable pudiera ser sustituido por el término posible. No es una cuestión de verosimilitud, sino de imposibilidad absoluta, sobre la que no puede existir ninguna duda. Ésta es la exigencia del Estado de derecho.

Y es así no por casualidad, sino porque dicha exigencia es la que define la naturaleza constitucional del poder judicial, que no es otra que su independencia en la aplicación de la ley.

Si no estoy equivocado en lo que enseño a los alumnos de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla, independencia del poder judicial en la aplicación de la ley quiere decir fundamentalmente dos cosas:

1. Independencia social, esto es, independencia del poder judicial respecto de las voluntades particulares de cualquier tipo, ya que el poder judicial sólo depende de la voluntad general, de la ley. Es su dependencia exclusiva de la ley la que impone su independencia de todo lo demás. Su legitimación democrática es el fundamento de su independencia social.

2. Independencia política. El juez depende de la ley pero no del legislador. Su legitimación democrática tiene que ser objetiva y pretérita y no puede ser nunca subjetiva y presente. El juez tiene que ser independiente frente a los poderes políticos que crean la ley, a la cual él después está sometido.. El juez obedece a la criatura, pero no al creador.

Independencia del poder judicial frente a los poderes sociales en cuanto que son manifestación de voluntades particulares. Independencia frente a los poderes políticos, salvo cuando el poder político se objetiva en una norma jurídica expresiva de la voluntad general. Esta doble independencia constituye la naturaleza del poder judicial. Y ambas arrancan de su específica legitimación democrática. Esa doble independencia es la que se traduce a través de la expresión juez natural. Todas las características que definen orgánicamente al juez natural no tienen otra finalidad que la de garantizar la independencia del poder judicial en la aplicación de la ley.

Justamente por eso, esta exigencia no admite ni una sola excepción. Tiene que ser exigida de forma individual para todos los integrantes del poder judicial. Pues lo que diferencia al poder judicial de los otros poderes del Estado es que es un poder detentado individualmente. El parlamentario no es titular del poder legislativo. Ni siquiera el presidente del Gobierno es titular del poder ejecutivo. El juez, cada juez, sí es, por el contrario, titular del poder judicial. Por eso el camino de ida y vuelta del juez no es posible constitucionalmente. Un juez no puede empezar conociendo de un caso como juez, pasar a ser secretario de Estado, y volver a conocer del mismo caso como juez. Esto es incompatible con la naturaleza constitucional del poder judicial. Ese juez no puede ser el juez natural de la Constitución. Ni de la española ni de ninguna otra.

Es verdad que para el ciudadano no familiarizado con el mundo del derecho puede resultar irritante que esto no se apreciara en el momento de hacer la ley y se aprecie ahora. Pero esto no es infrecuente en el universo jurídico. Una cosa es la ley en abstracto y otra cuando se tiene que aplicar en la realidad. Por eso el ordenamiento no impide que respecto de una ley que ha sido declarada constitucional por el TC en la resolución de un Recurso de Inconstitucionalidad, se plantee después ante el mismo TC una Cuestión de Inconstitucionalidad por un juez. La misma ley que en abstracto pudo parecerle constitucional al TC, puede parecerle anticonstitucional en concreto, es decir, cuándo se ponen de manifiesto los efectos perversos que su aplicación produce.

La instrucción del sumario de los GAL es un caso típico. Si el juez Garzón se hubiera abstenido, posiblemente no estaríamos discutiendo de la anticonstitucionalidad de la ley. Es la dificultad de encajar esta instrucción en la Constitución la que impone el análisis constitucional de la ley que la hace posible.

¿Se imagina alguien al Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) avalando la instrucción del sumario de los GAL? Recuérdese que dicho Tribunal aceptó sin mucho entusiasmo la constitucionalidad de la Audiencia Nacional, en la medida en que su mera existencia podía ser incompatible con el principio del juez natural. Y en el caso en el que se le planteó la cuestión al TEDH no concurría ninguna circunstancia anómala en el juez instructor. ¿Qué es lo que hubiera ocurrido si la constitucionalidad de la Audiencia Nacional se hubiera planteado en este caso?

Las dudas siguen existiendo. Por eso no acabo de entender cómo un grupo de intelectuales y profesionales de indiscutible prestigio han podido afirmar en un Manifiesto (EL PAÍS, 15 de enero de 1995) que "resultan aberrantes y sectarias las insinuaciones que intentan sostener la incapacidad del juez Baltasar Garzón para llevar adelante este caso".

Me imagino que los firmantes dispondrán de argumentos constitucionales muy poderosos para hacer una afirmación tan rotunda. A mí, desde luego, se me escapan. Por muchas vueltas que le doy, no soy capaz de encontrar ninguno. Del análisis de la Constitución Española que yo hago, más bien se desprende lo contrario. Claro que admito que puedo estar en un error. Y puesto que se trata de un error que me conduce nada menos que a la aberración y al sectarismo, me gustaría que me sacaran de él. ¿Estaría dispuesto alguno de los firmantes del Manifiesto a tener un debate público conmigo sobre la constitucionalidad de la instrucción del sumario de los GAL?

Javier Pérez Royo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla.

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