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Acciones simultaneas

Antonio Muñoz Molina

Ahora sé que el lunes a mediodía, mientras yo me paseaba entre los cuadros de Juan Genovés, alguien se disponía a matar a un hombre inocente y desarmado de un tiro en la cabeza. Miraba los cuadros de lejos en el gran espacio diáfano de la galería Marlborough, me acercaba mucho para percibir los detalles de la pincelada y de la tela, las rugosidades y las costuras de esas lonas de camión o velero que dan de antemano a la pintura una materialidad ruda de trabajo, disfrutaba de ese placer sereno de encontrarme a solas con cuadros que me gustan mucho, en un lugar silencioso y vacío, con una luz cenital de mañana nublada, quedándome un rato frente a un lienzo, dándole la espalda para aproximarme a los otros, regresando a él para descubrir semejanzas y diferencias, huellas de la sabiduría o del esfuerzo material del pintor: algunas veces, un trazo de Genovés tiene una ligereza de caligrafía oriental, y una mancha de tinta es una figura humana en una plaza o un grupo de personas a las que el atardecer les alarga las sombras; otras veces, un cuadro es una presencia tremenda, tan imponente como un muro, y la pintura que lo cubre le da una consistencia de muro trabajado y encalado, y uno se imagina al pintor en su estudio como a un impetuoso albañil, poseído al mismo tiempo por la inspiración y por una enérgica felicidad laboral. Las obras de arte, como las personas, irradian siempre un cierto estado de ánimo, que sin duda tiene que ver, involuntariamente, con el estado de ánimo en el que fueron concebidas y ejecutadas. Los cuadros de Genovés, al cabo de un rato de mirarlos, me inducían a una disposición entusiasta, a un amor incondicional por los saberes y los materiales de la pintura, por su ilusionismo y su presencia tangible. Miraba las fechas en que fueron pintados, todos a lo largo de 1994, y pensaba en todos los desastres, en todas las mentiras y crímenes, en todas las imágenes apocalípticas que nos deparó ese año, y la idea de ese hombre, Juan Genovés, trabajando sin parar en su estudio, con un mono de albañil manchado de pintura y hecho de una tela tan áspera y fuerte como la de sus lienzos, era un poderoso reconstituyente moral. Quien trabaja de ese modo, con pasión y destreza, con ensimismamiento y generosidad, sin duda es uno de los justos. Que cada cual, pues, haga su oficio, según la exigencia de Albert Camus.Y cada cual lo hace: en otra ciudad, en San Sebastián, justo en esos momentos, mientras yo miraba en los cuadros de Genovés manchas que resultaban ser figuras humanas, un individuo seguramente limpiaba una pistola y comprobaba sus mecanismos y miraba con frecuencia el reloj, preocupado, aunque no nervioso, supongo, con una perfecta tranquilidad de conciencia, esperando el momento de acudir a cierto bar de la Parte Vieja en el que tenía una cita, si bien la persona con la que estaba citado no lo sabía. Salió luego a pie, y camino por San Sebastián como yo caminaba por Madrid, y alguien que lo viera desde la ventana de un piso alto vería una figura igual a todas las demás, una de esas figuras que se confunden con las otras o se quedan un poco apartadas, iguales y anónimas, medio borradas por la mancha de su propia sombra.

Mientras recorría los cuadros de Genovés yo pensaba en su cualidad urgente de retratos de este tiempo, en su lujo de pintura y su austeridad severa de crónica. En los años sesenta Genovés pintaba multitudes en fuga miradas desde arriba y desde lejos, como desde el punto de vista del piloto de un helicóptero o desde la mira telescópica del fusil de un francotirador, de uno de esos Francotiradores norteamericanos que se apostan en la terraza de un edificio y empiezan a disparar contra las figuras diminutas que atraviesan despavoridas el gran espacio horizontal de un aparcamiento. En la mitad de los setenta, en, aquel cartel de la Amnistía que fue como un Guernica civil clavado con chinchetas o pegado con fixo en las paredes de los pisos de la izquierda pobre, las figuras humanas ya estaban miradas a ras de suelo, desde una cercanía de fraternidad, y era como si las amplitudes desoladoras de los cuadros antiguos se hubieran reducido hasta adquirir un tamaño habitable de plazas públicas.

Ahora, en estos cuadros pintados a lo largo de 1994, Genovés vuelve a mirar el mundo desde arriba y desde lejos, aunque no tanto como antes, desde una distancia oblicua, como la de un testigo que se asoma a la calle desde el balcón de un edificio muy alto y ve a la gente agruparse en tomo a algo que él no acaba de distinguir, una gran zanja recién abierta o el desastre metálico de un accidente de automóvil, una oquedad negra que va creciendo y tragándoselo todo en torno suyo con una lentitud inexorable de gangrena. Las ciudades miradas desde arriba en los últimos cuadros de Genovés presentan una topografía de ruinas, una devastación lunar de ciudades abandonadas o arrasadas: sus gradaciones de grises son el blanco y negro de los documentales, el gris de las cenizas, el blanco sobre gris de la nieve Sobre las ruinas y las cenizas que vemos en las fotografílas de Sarajevo o de Grozni.

Texturas y colores de lona, tensa, de plancha metálica, de óxido, de tabla lisa, de muro enjalbegado, grises suaves que se vuelven violetas y rosas: mientras todo esto sucedía delante de mis ojos y luego en mi recuerdo, un individuo caminaba por una calle de la Parte Vieja de San Sebastián, como quien acude a una cita, y a las tres y media mataba a un hombre en un bar, y luego se alejaba tranquilamente a pie, confundiéndose entre la indiferencia de la gente, aliviado, supongo, orgulloso de la sangre. Varias horas más tarde, cuando vi la noticia en la televisión, me pareció que el hombre muerto en el suelo y las figuras que lo rodeaban como observando una mancha inexplicable y oscura me habían sido anunciados en los cuadros de Juan Genovés.

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