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Tribuna
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El 'caso GAL' en 1995

Si de verdad se pretende aclarar lo que fue el GAL, no parece que la vía que se está siguiendo sea la más adecuada. Y no lo parece porque, tal como ha surgido y se ha planteado el asunto, resulta imposible separar la investigación judicial propiamente dicha de, la pura y simple maniobra política y electoral.Hay demasiadas confusiones entre lo uno y lo otro, demasiados puntos oscuros, demasiadas coincidencias raras. No sé qué investigación seria se puede hacer, por ejemplo, a partir de las declaraciones de dos ex policías con denados por la justicia y que ahora proclaman como verdad lo que antes habían rechazado como falso. Tampoco parece muy claro el juego entre lo judicial y lo periodístico, cuando es tos mismos ex policías habían vendido previamente como exclusiva estas mismas declaraciones a un medio de comunicación que ya sabía por adelantado lo que unos días, después iba a ocurrir en el ámbito judicial. Más confuso todavía es que las actuaciones judiciales aparezcan con tanta rapidez y tanta facilidad en los medios de comunicación. Y ¿qué decir de la extraordinaria casualidad que ha hecho coincidir el mantenimiento y el levantamiento del secreto del sumario con los intereses del periódico que ha lanzado este asunto como una campaña, después de haber lanzado otras directamente enfiladas al corazón del Gobierno y su presidente? Éstas, son preguntas que mucha gente se hace y que, porel momento, no tienen contestación. Pero son preguntas muy importantes, porque esta mos en medio de una batalla política áspera y desabrida que tiene entre sus objetivos principales no sólo debilitar al PSOE, sino impedir que Felipe González pueda volver a ser el candidato socialista a la presidencia del Gobierno. Por esto es tan, difícil comprender el fondo del asunto y distinguir con claridad lo que es investigación judicial de lo que es utilización política de lo investigado.

Esto es lo que hace imposible una auténtica reflexión y una auténtica explicación política de tan oscuro asunto, que es lo que realmente necesitamos. Es indudable que hay un clima de inquietud y de desazón, que esto no es bueno para nadie y que la única forma de despejar las incógnitas y las incertidumbres es aportando datos a través de una discusión serena que vaya al fondo del problema y nos saque a todos de la tentación del puro y simple intercambio de acusaciones e improperios.

Es evidente que ninguna explicación del caso es fácil, porque han estado y están demasiadas cosas en juego. Es posible que no exista una explicación, sino varias, e incluso que ninguna de ellas pueda llegar al fondo de las cosas. Pero hay una explicación necesaria, fundamental e ineludible, a saber: que éste es uno de los costes más elevados y más difíciles de delimitar de nuestro proceso de transición a la democracia.

Nunca se repetirá bastante que uno de los elementos imprescindibles del análisis de nuestra transición fue que heredamos casi íntegros los aparatos del Estado franquista. Establecer un nueva marco jurídico con la Constitución de 1978 fue un gran trabajo y un gran éxito, pero reformar estos aparatos heredados fue una labor de años dura y difícil que no sé si se puede decir que ha terminado del todo.

Algunos de estos aparatos eran especialmente complejos. No hay más que recordar, por ejemplo, el golpe de Estado que algunos mandos militares llegaron a realizar en 1981. El fracaso del mismo cerró definitivamente el camino del golpismo y permitió emprender una reforma que en pocos años ha transformado las viejas fuerzas armadas y les ha dado un nuevo prestigio, bien visible hoy, por ejemplo, en las operaciones internacionales de mantenimiento de la paz.

La reforma de otro de los aparatos complejos, el de las fuerzas de seguridad, fue mucho más complicada, porque el terrorismo de ETA no dejaba ningún espacio de maniobra ni permitía ninguna tregua. En 1977 creíamos que ETA aceptaría la democracia y dejaría las armas, y por ello se concedió una amplia amnistía. Pero ETA no sólo no abandonó las armas, sino que recrudeció su activismo y multiplicó sus atentados contra militares, policías y guardias civiles, para extenderlos luego a políticos, empresarios y población en general, con el trágico añadido de secuestros y extorsiones. Los encargados de dirigir la lucha antiterrorista fueron en buena parte los mismos que en los años finales del franquismo, pero en una situación política que algunos rechazaban o aceptaban a regañadientes, que otros asumían con claridad y dedicación sinceras y que otros, finalmente, percibían con inquietud porque no sabían cómo les afectaría profesionalmente. Cuando el Gobierno de la UCD empezó a descomponerse y a perder autoridad no sólo se incrementaron estas tensiones, sino que aumentó la posibilidad de acción autónoma de tal o tal grupo. Es fácil entender que la llegada del PSOE género reacciones muy diversas: desde la hostilidad manifiesta hasta el sentimiento de seguridad y de solidez que podía dar un Gobierno más fuerte, pasando por la aceptación activa o pasiva del cambio. Ésa era la situación, ése el caldo de cultivo de muchas cosas, el terreno que el Gobierno del PSOE, como antes el de la UCD, tuvo que intentar controlar y organizar, en un contexto que dejaba poco espacio de maniobra por la presión asesina de ETA y por la falta de colaboración de las autoridades francesas. El ex ministro del Interior Rodolfo Martín Villa, que conoció bien aquello, resumía hace unos días su estado de ánimo con una frase dura y descarnada: "No amparé", dijo, "ni al Batallón Vasco Español ni a la Triple A, entre otras cosas, porque en aquellos tiempos nosotros y otros gobernantes podíamos ser más víctimas de aquellos movimientos que los terroristas".

Éste es el contexto de todo lo ocurrido, ésta es la base de cualquier explicación: en definitiva, se trataba de controlar un aparato complejo y tensionado en el que era difícil saber si uno acababa controlando realmente algo o era arrastrado por las tensiones y las contradicciones del momento, o ambas cosas a la vez. Si en España hubiese en este momento un clima político más sosegado, si las fuerzas políticas y los medios de comunicación no estuviesen tan pendientes del regate corto y de la presión electoral más inmediata, ésta sería la discusión que deberíamos emprender para explicar el pasado reciente y, por consiguiente, para explicar el presente. Si en vez de esto, un tema tan delicado y tan complejo, tan vital para entender nuestro tránsito a la democracia, se convierte en materia de confrontación política, en arma para destruir al Gobierno y a su presidente, en justificación de barahúndas y de fugas verbales hacia adelante, no hay solución posible al problema.

Uno de los principales peligros del sistema político democrático es que una crisis de autoridad pueda degenerar en una crisis de legitimidad. Es posible que entre todos nos hayamos metido en una crisis de autoridad, pero, en todo caso, no sólo por la acción o la omisión del Gobierno, sino también por el escaso entusiasmo que genera una oposición que se presenta como alternativa sin programa ni atractivo, por la inquietud que provoca la desaforada crispación verbal de otra oposición, que se proclama de izquierda, y porque no hay más alianzas de mayoría que las actuales y éstas son, precisamente, las que la oposición política y diversos medios de comunicación se dedican a deslegitimar. En estas condiciones, un debate como el actual sobre el GAL de hace diez o doce años no sólo no permite elucidar lo que de verdad ocurrió, sino que nos sume a todos en un desconcierto en el que no parece que nadie vaya a ganar, pero sí que todos podemos perder.

Estamos en 1995 y esto cuenta. En definitiva, se trata de saber qué conclusiones queremos sacar a estas alturas de tamaña investigación sobre nuestro pasado reciente. ¿Una responsabilidad penal? ¿Una responsabilidad política con efectos retroactivos? ¿O un arma para resolver por la brava contiendas políticas actuales? Crear y desarrollar un Estado de derecho, luchar por el respeto y el goce efectivo de los derechos humanos son tareas duras y difíciles cuando se tiene detrás una historia de dictaduras tan lúgubres como las nuestras. Esta batalla está hecha de muchos momentos, se ha forjado con pasos adelante y con pasos atrás, y todos ellos cuentan en el cómputo global. Por consiguiente, el único objetivo que debemos buscar es perfeccionar y fortalecer nuestro Estado de derecho, el que hemos creado en estos años. Si para ello hay que exigir responsabilidades, exijámoslas, pero con serenidad y claridad, distinguiendo la culpabilidad del error, y no concibiéndolas como armas para eliminar hoy adversarios incómodos o destruir reputaciones personales que obstaculizan el camino de tal o cual hacia el poder. Creo que esto no está claro y que ésa es una de las razones principales de la inquietud y de la desazón de tantos ciudadanos y tantas ciudadanas.

Jordi Solé Tura es diputado por el PSC-PSOE.

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