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El derecho al fracaso

Un escritor publica una novela y su editora no cubre gastos: mal asunto para él en los tiempos que corren, pero no irreparable, pues nada le impide, al día siguiente del tropiezo, comenzar otra novela, probar suerte con otra editora o estrujarse el bolsillo y publicarla por su cuenta. Es lo que les ocurre a muchos músicos, pintores y, si no tienen delirios de grandeza, gentes del teatro, qué tienen a mano las salas marginales, raíz pobre de la escena viva. Y es más que probable que, en su nueva escaramuza, ese escritor, pintor, músico o dramaturgo pise más firme, pues dentro de las tripas de un fracaso están enmarañadas las únicas pistas que tiene un aventurero de la imaginación para averiguar por dónde llegar a los escurridizos territorios del éxito, en tendido no como triunfo artístico e intelectual, sino en su condición más rastrera de valor de mercado.En el cine no es fácil que ocurra esto. Es un arte de autoría colectiva, cuya mecánica de composición requiere coordinar un equipo de habilidades humanas muy afinadas, por lo que la creación de cine necesita un basamento industrial o cuando menos artesanal. Pero un director, actor o guionista que acaba de salir de un fiasco comercial raramente tiene oportunidad de aplicar a otro filme la sabiduría de oficio y el cono cimiento de los dulces mecanismos que sacan al espectador de su casa, que sólo intuye a través de los filtros amargos de la experiencia del fracasó.

Hay en la jerga del oficio del cine una conversación que se repite como una letanía. Un cineasta -y es éste un tópico que convirtió Robert Altman en inédito en The Player, donde reprodujo esa charla letánica y afilada como una guillotina, que él había vivido poco antes de ingeniárselas para poder rodar esta inteligente y productiva obra se sienta frente a un fabricante de películas. Éste pone gesto de catador de vinos, mira su reloj y le dice: "Cuéntame la historia en 30 segundos". El interpelado estruja 100 folios en tres frases, las dice, y el hacedor indefectiblemente fulmina: "Eso no da un duro", que es, palabra por palabra (salvo pavo en vez de duro), lo que respondió en 1937 Louis B. Mayer, dios infalible de la Metro-Goldwyn-Mayer, a no se qué olfateador de libros que le aconsejó comprar un novelón cuyo título era Lo que el viento se llevó; película que, como se sabe, no dio un duro o pavo.

Si como es de suponer Mayer prosigue, en su rincón del infierno judío, el banquete de uñas que inició en 1939 al ver en pantalla a Scarlett O'Hara, hay que imaginar el poema de la cara del olfateador que preguntó hace un año a Moretti: "Cuenta de qué va eso"; y Moretti contó: "Va de mí. Primero paseo en Vespa en Roma, luego me voy a Stromboli y luego vuelvo a Roma y voy al médico, porque me ha salido un sarpuIlido". Se oye todavía la carcajada: "¡Gianni, eso no da una lira!" -que es lo que oyó Fellini tras contar: "Es la historia de una niña un poco subnormal, que su madre vende a un titiritero algo bestia y éste acaba convirtiéndola en subnormal profunda", y le despidieron entre risotadas, poco antes de que aquello tan chistoso se convirtiera en La strada, que como se sabe no dio una lira-, pero mejor se entendería el nuevo banquete de uñas de ese sagaz catador hipotético, al enterarse de que Caro diario costó 20 millones de pesetas y ya ha cosechado centenares y es sólo el comienzo, por lo que puede proporcionalmente multiplicar por 10 la mina de Parque Jurásico.

Si se encadena el cerrojo del fracaso con el cinecidio del "eso no da un duro", topamos -entre miles: no cabrían en un volumen- con chistes de este grosor: Orson Welles, tras el fracaso de El esplendor de los Amberson; Charles Laughton, tras el de La noche del cazador, y Nicholas Ray, tras el de Johnny Guitar, dieron fin a sus carreras o las prolongaron a trompicones. Y más cerca: fueron muchos quienes durante años aplicaron a Fernando Trueba el rasero , del "eso no da un duro", cuando les contaba El mono loco. Y hay que preguntarles: ¿hubieran sido posibles Belle Époque y su río de duros sin los meandros de oficio que Trueba recorrió en El mono loco, que en efecto no dio ni uno? ¿No es conveniente más aún: imprescindible- invertir y arriesgar no en embriones de películas, sino en embriones de cineastas, concediéndoles el derecho a fracasar como única antesala segura del camino del éxito?

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