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Tribuna
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Optimismo navideño

Aunque la Navidad suscita esperanzas, las noticias de esta Navidad sobre los posibles abusos del poder del Estado, acumuladas a las de corrupción de todo el año, provocan indignación y bochorno, desconcierto y angustia. Deberíamos reducir el desconcierto y librarnos de la angustia. La angustia es miedo a lo incomprensible; por eso a veces se tiene miedo del futuro. Pero aquí no hay razón para angustiarse: el problema está claro, la solución también, y si la aplicamos no hay que temer que se derrumbe el mundo.El problema es sencillo: parece que una parte (por determinar aún con precisión) de la clase política se ha acostumbrado a trampear con la ley, como si estuviera por encima de ella. Si permitimos que esto quede impune, entre todos habremos destruido el sentido que pueda tener una democracia liberal y arruinado nuestra posibilidad de llegar a ser una sociedad civilizada. El asunto es crucial, pero estamos a tiempo y tenemos la oportunidad de resolverlo.

Justo ahora hay un proceso judicial encaminado a esclarecer los hechos respecto a un posible delito continuado del llamado terrorismo de Estado que incluiría algo más de una veintena' de asesinatos. Fijémonos. en la circunstancia de que los hechos que nos deben importar son de dos tipos. Tenemos que saber si ha habido o no terrorismo de Estado. Pero, además, tenemos que saber si, una vez realizados sus presuntos actos delictivos, las autoridades públicas han ocultado, manipulado y engañado al país y han obstaculizado la acción de la justicia y si lo siguen haciendo. Tan importante es la sustancia de los actos que hayan podido cometer, si los han cometido, como el engaño y la burla, de la ley que para ocultar aquellos. actos hayan podido venir a continuación.

Colocado en esta situación, menos por su deseo que por una combinación de azares y porfías, el país no tiene otro remedio que elegir entre dos posibilidades:

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Puede decidir ser ' el país de las maravillas, un país de niños que no quieren saber con qué artes y procedimientos su papá Estado pone orden en su casa y se dicen "son cosas de papá". En este caso, las gentes pueden realizar el sueño de conservar su pastel y comérselo; satisfacer su deseo de sentirse benévolos e ilustrados teniendo leyes que no permiten la pena de muerte, y satisfacer sus sentimientos de indignación o de venganza viendo cómo se aplican penas de muerte solapadamente conculcando esas leyes.

0 puede elegir ser un país de ciudadanos que aceptan y exigen responsabilidad por los asuntos públicos y si tienen una ley la respetan y exigen su respeto. En este caso, las cosas no pueden estar más claras: los españoles tienen que apoyar inequívocamente el proceso judicial en curso, porque no hacerlo implica permitir que sus líderes políticos y el aparato del Estado estén por encima de la ley.

En cuanto a los otros casos de corrupción política, financiación ilegal de los partidos y delitos económicos, es obvio lo que significan y obvio lo que hay que hacer. Significan, una vez más, que hay quienes en el Estado o fuera de él se creen por encima de la ley y actúan en consecuencia. Hay que procurar que la justicia se aplique a ellos no de manera parcial, sino imparcial; no en forma de linchamientos, sino con las garantías y los procedimientos debidos; no para unos sí y otros no, sino en general; no a ritmo glacial, sino con rapidez. Y para ello hay que dotarle de medios.

Decir todo esto es fácil; hacerlo es arduo. La acción puede ser inhibida por la angustia: ese miedo indefinido al futuro a que rne refería antes. Pero ¿por qué tanto miedo? Puestos a imaginar, imaginemos que hacer justicia supone la desaparición de (pongamos) la mitad de la clase política del país. Sería triste, pero ¿sería eso tan terrible? Las instituciones no tendrían por qué verse afectadas por los cambios en las personas; en un tiempo de provisionalidad se puede hacer una política económica de ajustes graduales sensatos (como se hizo en ltalia), y los partidos pueden recomponerse con otros liderazgos.

Seamos optimistas y pensemos en lo mucho que podríamos conseguir en los próxmos meses si la justicia sigue adelante con el apoyo alerta del país.

Primero, podríamos reafirmar el principio del respeto a la ley y ajustar nuestras reglas de juego. Esto puede ser decisivo a largo plazo para nuestra vida política y económica, y marcar la diferencia entre un país de reglas y un país de trampas. También permitiría recomponer la trayectoria de estos años. ¿Qué va a dejar la generación del 5668 a la generación siguiente? Debería ser capaz de dejarle un país no sólo con instituciones de democracia liberal y de mercado, sino también con tradiciones de decencia y transparencia en las actuaciones públicas. Ése debería ser su legado, y podría serlo; pero todavía no lo es.

Segundo, podríamos hacer esto sin arrebatos farisaicos y moralistas. Reconozcamos que el país tiene: su parte de culpa en las medias verdades y las trampas. Castíguese ahora sin despreciarse, con espíritu de justicia pero con confianza en la capacidad de arrepentimiento y el propósito de enmienda de sus gentes (¿muchos, algunos?), y aproveche así lo mejor (no lo peor) de su propia tradición católica para darse un margen de cara al futuro. Meta en la cárcel, eche del poder, haga que los partidos encaren las crisis que les correspondan. Pero hágalo sin saña y piense que se lo está haciendo a. sí mismo, a los representantes que eligió y a los líderes que admiró (y quizá sabiendo de ellos más de lo que ahora se confiesa que supo).

Tercero, podríamos aprovechar la oportunidad para aprender la lección de que la política es demasiado importante como para dejársela sólo a los políticos (o los periodistas, por poner- un caso). Quite el país el poder a unos y déselo a otros, pero jamás vuelva a darlo en los raismos términos que en el pasado. Dé el poder con condiciones, a plazo fijo, con reserva de devolución, nunca del todo. No entregue su confianza, préstela. No espere tanto de los políticos y tan poco, de sí mismo que no quiere obligarse. Exija la verdad, pero sea merecedor de ella, porque la encare y no la esquive y acepte vivir sus consecuencias.

No tenga el país tanta angustia por quedarse sin líderes que le protejan'. Aténgase a sus leyes y sus instituciones; confíe en sus propios recursos de decencia y de sentido común; olvide las andaderas y eche a andar. Pierda sus ídolos; recóbrese a sí mismo.

Víctor Pérez Díaz es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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